domingo, 10 de diciembre de 2017

La muerte de Oscar Wilde

Wilde murió (tras un mes de enfermedad final, al parecer terrible en sus últimos momentos) a la 1.50 del mediodía del 30 de noviembre de 1900. Dos científicos de la Universidad sudafricana de Ciudad de El Cabo, Ashley Robins y Sean Sellars, acaban de asegurar -con motivo del centenario de la muerte de Wilde-  que, atendiendo a cuanto sabemos, Oscar murió de una meningoencefalitis, resultado de una otitis crónica mal curada y agravada por una caída durante su estancia en la cárcel. No a resultas de una supuesta sífilis, como tanto se dijo. Bosie Douglas -lo sabíamos- no llegó a ver su cuerpo yacente, pero pagó el funeral. Maurice Gilbert -el gentil y dudoso muchacho-, que acudió al entierro y ese funeral en Saint-Germain-des-Prés, sacó una foto de Wilde, amortajado, en su lecho de muerte. Los que ven hoy esa foto del hombre en reposo eterno, vagamente adornado de laureles, y leen el nombre de su autor -Maurice Gilbert- no suelen saber que el chico era un chapero.


Vida y confesiones de Oscar Wilde


Fue en el otoño de 1891, cuando por primera vez encontró a Lord Alfred Douglas. Tenía treinta y seis años, y Lord Alfred Douglas era un mozo guapo y grácil de veintiuno, con grandes ojos azules y cabellos dorados. Su madre, Lady Queensberry, conserva una fotografía suya tomada cuando aún era alumno del colegio de Winchester: un efebo de dieciséis años, con una expresión que, sin exagerar, puede calificarse de angélica.

Cuando yo le conocí, era aun adamadamente agraciado, bonito como una muchacha, con la belleza, los colores y la tez de la juventud, aunque sus facciones no pasaran de corrientes.... Oscar se sintió atraído por la belleza personal del mancebo y enormemente impresionado por el nombre y la posición social de Lord Alfred Douglas: tan snob, en suma, como sólo un artista inglés puede serlo, gustaba de los títulos nobiliarios; y no cabe dudas que Douglas es uno de los más grandes nombres de la historia británica, con la seducción además de lo romántico. Sin duda, Oscar habló más brillantemente que de costumbre, acicateado por la presencia de Lord Alfred Douglas. Hasta el fin, el mero nombre suyo, íntimamente paladeado, le producía un extraordinario placer. Además, el muchacho le manifestaba una gran admiración, se quedaba pendiente de sus labios, con el alma en los ojos; sin contar que también demostraba una rara inteligencia en sus apreciaciones, acabando por confesar que hacía verso y que era un apasionado de literatura. ¿Podría desearse, acaso, perfección más cabal?

Años más tarde, Oscar me confesó que, desde el principio, había tenido miedo a la audacia aristocrática e insolente de Alfred Douglas.

"Me asustaba, Frank, tanto como me atraía, y traté de evitarlo. Pero él no cejaba; me perseguía obstinadamente, y no supe resistirle. Me indujo a gastos que excedían de con mucho a mis medios. En muchas ocasiones intenté libertarme de él, pero él volvía, y yo acababa siempre por ceder."

Su detención fue la señal para una orgía de odio filisteo tal como Londres no había conocido nunca. La clase media puritana, que había detestado siempre en Wilde al artista y al intelectual burlón, y que no veía en él más que a un parásito de la aristocracia, dio libre curso entonces a su versión y a su desprecio, y todos se empeñaron en superar a su vecino en la expresión de su horror y su desprecio. El juicio de la clase media arrastró a la clase inferior. El pueblo bajo, debe hacérsele esta justicia, experimenta una repugnancia natural por el vicio particular atribuido a Oscar. La mayoría de los hombres condenan aquellos pecados que no les tientan: pero su repulsión, en este caso, es más despectiva que indignada; y, con su habitual humorismo, toda esta historia no fue pronto para el pueblo sino una fuente de burlas obscenas y bestiales. El nombre de "Oscar" se convirtió en su injuria favorita, y se lo lanzaban unos a otros a propósito de no importa qué; conductores de ómnibus, cocheros, vendedores de periódicos, empleábanlo a tuertas y a derechas con verdadero deleite.

La clase superior, por el momento, se callaba, dejando pasar la tormenta. Algunos de sus representantes aprobaban, como es natural, a los puritanos; otros se daban cuenta de que Oscar y sus camaradas habían sido demasiado audaces y merecían recibir una lección.

Los diarios ingleses, que no son más que tiendas para la clase media, se pusieron al lado de su clientela. Sin excepción, rivalizaron condenando al hombre y su obra.

La simple noticia de la detención de Oscar Wilde y de su confinamiento en la prisión de Holloway, llenó Londres de estupor y fue la señal de un extraño éxodo. Los trenes para Dover se atestaron de pasajeros; los vapores que salían para Calais se vieron invadidos por un sin fin de miembros de las clases aristocráticas y acomodadas, que parecían preferir París, y aun Niza fuera de temporada, a una ciudad como Londres, donde la policía es capaz de obrar con tan inesperado rigor. La verdad es que los estetas inteligentes y cultos a que, ya con anterioridad, me he referido, se aterraron ante las revelaciones del proceso Queensberry. Por vez primera, se enteraban de que los lupanares como el de Taylor estaban bajo la vigilancia de la policía y que los individuos como Wood y Parker se hallaban fichados y vigilados. Todos ellos estaban en la creencia de que, en "el país de la libertad", su conducta pasaba inadvertida. El tranquilo descuido en que vivían vióse súbitamente trastornado al saber que la policía londinense estaba enterada de muchas cosas que eutrapélicamente se suponía ignoraban; ¿qué, de extraño, pues, que este inoportuno rayo de luz pusiera en fuga repentina a las tropas del vicio?

El resultado más grave de la negativa de la fianza, fue para Oscar puramente personal. La fuente de sus ingresos se secó. Los libreros dejaron de vender sus libros; el público desertó de los teatros en que se representaban sus comedias; los comerciantes a quienes debía aunque sólo fuera unos céntimos lo demandaron inmediatamente, obteniendo un mandamiento de embargo contra su casa de Tile Street. En un mes, y cuando el dinero le era más necesario que nunca para pagar a su abogados y procurarse testigos, se vio saqueado y malbaratado; con el agravante, debida a su encarcelamiento, de que la venta se efectuó en tales condiciones, que sus bienes, que en tiempo ordinario habrían bastado para cubrir tres veces el importe de sus débitos, fueron adjudicados a precios irrisorios, y el autor que ganaba cuatro o cinco mil libras al año con sus obras se vio declarado en quiebra por una suma de poco más de mil libras. De esta cantidad, seiscientas libras se emplearon para pagar las costas de Lord Queensberry, costas que la familia Queensberry, Lord Douglas of Hawick, Lord Alfred Douglas y su madre, se habían comprometido, por escrito, a pagar, pero que, llegado el momento, se negaron en absoluto a desembolsar. Desgraciadamente, un gran número de manuscritos de Oscar se extraviaron o fueron robados, en el desorden provocado por las diligencias judiciales. Wilde habría podido exclamar con Shylock: "Me quitáis la vida, puesto que me quitáis mis medios de vivir". Pero, en este momento, de cada diez ingleses, nueve aplaudían lo que no era realmente sino persecución y negación de la justicia.

Hace unos años The Daily Chronicle demostró que aunque el patrón general de vida es más bajo en Alemania y Francia que en Inglaterra, no obstante la alimentación en las prisiones francesas y especialmente las alemanas es mucho mejor que en las inglesas, y el tratamiento de los prisioneros mucho más humano.

Fui a la cárcel de Reading y presenté mi carta. El director me recibió y dio órdenes para que Oscar fuese llevado a una habitación en la que pudiésemos tener una conversación a solas... Al cabo de un cuarto de hora me encontré en una desnuda habitación, en la que ya esperaba Oscar Wilde, en pie junto a una mesa de madera blanca. El guardián que lo había conducido nos dejó solos. Cambiamos un apretón de manos y nos sentamos frente a frente. Oscar había cambiado mucho, envejecido sobre todo; sus cabellos castaños aparecían vetados de plata, especialmente en torno de la frente y las orejas. Estaba muy delgado, habiendo perdido lo menos quince o veinte kilos. No obstante, en conjunto, parecía en mejor estado que inmediatamente antes de la condena; sus ojos eran claros y brillantes; las facciones no se veían ya empañadas por la grasa; su voz misma era sonora y musical. Sí, en conjunto, había mejorado físicamente, pensé. Pero, no obstante, en reposo, su rostro tomaba una expresión de abatimiento, de nerviosidad, de cansancio.

Poco a poco fui obteniendo sus confidencias.

- Al principio, fue una pesadilla infernal, más tremenda que cuanto yo hubiera podido imaginar. Ello empezó cuando, obligado a desnudarme en presencia de todos, tuve que bañarme en un agua sucia, bautizada con el nombre de baño, y que secarme en seguida con ayuda de un andrajo color marrón, todavía húmedo, para endosar luego este uniforme de infamia. La celda era una espantable letrina, casi sin aire. La alimentación, solo con su aspecto y olor me producía ya náuseas. Durante varios días, no comí nada, ni siquiera un bocado de pan. Todo se me antojaba inmundo. Permanecía tendido sobre lo que aquí llaman una cama, tiritando toda la noche. No me pida usted que hable. Las palabras no pueden traducir el efecto acumulado de mil incomodidades añadidas a los malos tratos y la inanición constante. Ciertamente que, como en el de Dante, puede leerse en mi rostro que he vivido en el infierno. Pero Dante jamás imaginó un infierno parecido a las prisiones inglesas: verse, oírse; su miseria tenía cierta variedad y una especia de fraternidad.

- ¿Cuándo empezó usted a comer?

- No lo se ya, Frank. Al cabo de unos días mi hambre se hizo tan aguda que no tuve más remedio que comer unas cortecitas de pan y beber algún líquido, te, café o caldo, no se a punto fijo. Cuando empecé a alimentarme realmente, me entró una violenta diarrea, que no me abandonó ya de día ni de noche. Desde el principio mismo, me fue imposible dormir. Me sentía cada vez más débil y tenía alucinaciones terribles. No me pida usted que se las describa; sería pedir aun febril que relatase alguna de sus pesadillas. En Wandsworth creí volverme loco. Wandsworth es lo peor que puede imaginarse. Un calabozo en el infierno no podría ofrecer nada más horrible. ¿Por qué la alimentación es allí tan abominable? Hasta olía mal, impropia aun para perros.

- ¿Era la alimentación lo peor de todo?

- El hambre le debilita a uno, Frank; pero la inhumanidad era lo peor de todo. ¿Qué seres diabólicos son los hombres! Yo no sabía nada de ellos, ni tenía la menor idea de que pudieran existir semejantes crueldades. Una vez, me habló un detenido durante el paseo por el patio, cosa que está prohibida. Se hallaba delante de mí, y murmuró entre dientes, de manera que no le viesen, cuánto me compadecía y su esperanza de que pudiera soportar el suplicio hasta el fin. Sin poder contenerme, yo le tendí las manos, exclamando: "¡Gracias, gracias!". La bondad que había en su voz me arrasó los ojos de lágrimas. Como es natural, inmediatamente se me impuso un castigo por haber hablado; y ¡qué castigo!; no me atrevo ni a pensar en él. Usted no sabe lo infinitamente astutos que pueden ser estas gentes en su maldad, Frank; lo infinitamente astutos que son en el castigo... Pero no hablemos más de ello. Es demasiado doloroso,  demasiado horrible que los hombres puedan ser tan brutales.

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- No me hables del otro sexo, -exclamó con voz despectiva y un gesto de asco-. En primer lugar, en cuestión de belleza, no hay comparación posible entre un adolescente y una mujer. Piensa en las enormes caderas grasientas que todo escultor se ve obligado a disminuir y atenuar, y en las ubres monstruosas y colgantes que el artista tiene que representar pequeñas, redondas y firmes, e imagina luego las líneas exquisitas y finas del cuerpo del mancebo. Nadie que ame la belleza podrá vacilar ni un segundo. Los griegos, que tenían el sentido de la belleza plástica, sabían de sobra que no hay comparación posible.

- ¡Ah, Frank, toda esta historia es puro romanticismo! Cada uno de nuestros encuentros es para mí un acontecimiento. No puedes tener una idea de su inteligencia; cada vez es distinto; yo le presto libros, que él lee, y su espíritu se abre, de semana en semana, como una flor. Rápidamente, en pocos meses, se ha convertido en un exquisito compañero, en un verdadero discípulo. No hay mujer que se desarrolle así, Frank. Las mujeres no tienen cerebro, y consagran toda la inteligencia que poseen a mezquinas vanidades y a celos personales. Ninguna camaradería intelectual es posible con ellas. Gustan de hablar de trapos y no de ideas, de la apariencia de las gentes y no de su esencia. ¿Cómo esperar que el sentimiento romántico pueda florecer sin la fraternidad del alma?... Sí, sí; no hagas gestos de que no; estoy seguro de que lograré convencerte; pues toda la razón está de mi parte. Un ejemplo: mi joven amigo recibió, como es claro, la bicicleta; y de ella se sirve para venir a verme y regresar al cuartel. Cuando tú viniste a París, en septiembre, me invitaste a comer un jueves, día en que él debía visitarme. Le anuncié que iba a comer contigo. No se enfadó lo más mínimo; al contrario, se alegró, cuando le dije que tenía amistad con un inglés director de un periódico; y se quedó encantado pensando que yo podría hablar con alguien de Londres sobre mis conocidos de allí. Pues bien, si hubiese sido una mujer, en lugar de un hombre, me habría visto obligado a mentir; y ella se habría mostrado celosa de mi pasado. A él, le pude confesar la verdad, y como le hablé de ti, se interesó y formuló un deseo. Quiso saber si podría ir, dejar su bicicleta fuera y mirar a través de los vidrios del restaurante para contemplarnos comiendo. Le dije que, probablemente habría también, alguna señora. Y me contestó que le encantaría verme en traje de sociedad, hablando con señoras elegantes. "¿Qué, puedo ir?", insistió. Le dije que sí, y vino, pero no le vi. Cuando, más tarde, volvimos a encontrarnos, me contó que te había reconocido por la descripción que yo le había hecho, y a Baüer por su parecido con Dumas padre, y estuvo delicioso hablándome de todo aquello. Y bien, Frank, ¿acaso una querida habría ido a ver cómo te divertías con otras gentes? ¿Habría mirado a través de los cristales, contenta de que te divirtieras en compañía de otras mujeres y otros hombres? Bien sabes que no existe sobre la tierra una mujer capaz de un amor tan poco egoísta. No hay comparación, te lo digo yo, entre la mujer y el adolescente, y te repito, después de una madura reflexión, que ignoras lo que es una gran pasión romántica y la ausencia de egoísmo en el verdadero amor.

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- Lo que tu llamas vicio, no es un vicio; o, por lo menos, fue un vicio que tuvieron conmigo César, Alejandro, Miguel Angel y Shakespeare. Lo iglesia fue la primera en hacer de él un pecado, para que, luego, en época más reciente, los godos -esto es, los alemanes y los ingleses-, que apenas si han hecho nada por depurar o exaltar los ideales de la humanidad, lo convirtieran en crimen. Condenan todos los pecados que a ellos no les tientan: he ahí su moral. ¡Raza brutal, que se atraca y emborracha y condena las concupiscencias de la carne, mientras se revuelca en los más viles pecados del espíritu! Si leyesen el capítulo veintitrés del Evangelio de San Mateo y se lo aplicasen a sí mismos, algo más ganarían que condenando un placer que son incapaces de comprender. ¡Y qué! Bentham mismo se ha negado a insertar en su código penal lo que tu llamas vicio, y tu mismo has admitido que no se le debería castigar como un crimen, ya que no hace caer en tentación. Tal vez sea una enfermedad; pero, en ese caso, es una enfermedad que no ataca sino a los seres más nobles. Es una infamia el castigarlo. 

viernes, 8 de diciembre de 2017

Hay que leer o no leer


Los libros pueden ser muy cómodamente divididos en tres clases:

1. Los libros que hay que leer, como las Cartas de Ciceron; Suetonio; las Vidas de los Pintores, de Vasari; la Autobiografía de Benvenuto Cellini; sir John Mandeville, Marco Polo, las Memorias de Saint-Simon, Mommsen y (hasta que tengamos otra mejor) la Historia de Grecia, por Grote.

2. Los libros que hay que releer, como Platón y Keats en la esfera de la poesía, los maestros y no los artesanos en la esfera de la filosofía, los videntes y no los sabios.

3. Los libros que no hay que leer nunca como las Estaciones, de Thomson; todos los Santos Padres, excepto San Agustín; todo John Stuart Mill, excepto el Ensayo sobre la Libertad; todo el teatro de Voltaire, sin excepción alguna; la Inglaterra, de Hume; todos los libros de argumentación y todos aquellos en que se intenta probar algo.

   La tercera clase es, con mucho, la más importante. Decir a las gentes lo que deben leer es generalmente inútil o perjudicial, porque la apreciación de la literatura es cuestión de temperamento y no de enseñanza.

   No existe ningún manual del aprendiz del Parnaso, y nada de lo que se puede aprender por medio de la enseñanza vale la pena de aprenderse.

   Pero decir a las gentes lo que no deben leer es cosa muy distinta, y me atrevo a recomendar este tema a la Comisión del proyecto de ampliación universitaria.

   Realmente, es una de las necesidades que se dejan sentir, sobre todo en este siglo en que vivimos, en un siglo en que se lee tanto, que ya no tiene uno tiempo de admirar, y en que se escribe tanto, que ya no tiene uno tiempo de pensar.

Quien escoja en el caos de nuestros modernos programas los Cien peores libros y publique la lista de ellos, hará un verdadero y eterno favor a las generaciones futuras.


Oscar Wilde - Ensayos y Diálogos

Impresiones de Yanquilandia

La parte más bonita de América es, indudablemente, el Oeste; pero para llegar a él hay que hacer un viaje de seis días, atado a una máquina de vapor, que es una especie de puchero de hojalata. La única pequeña satisfacción  que tuve durante ese viaje fue ver que los pillastres que infestan los coches vendiendo todo lo que se puede comer o lo que no se puede comer, vendían asimismo una edición de mis poemas, vilmente impresa en una especie de papel secante gris y al reducido precio de cincuenta céntimos. Los llamé y les dije que, aun cuando a los poetas les gusta ser populares, quieren también ser retribuidos, y que vender ediciones de mis poemas sin provecho alguno para mí era asestar a la literatura un golpe que podía causar un efecto desastroso entre los aspirantes a poetas. Todos ellos me respondieron invariablemente que sacaban provecho para ellos de la venta y que esto era lo único que los interesaba.

Los españoles y los franceses han dejado tras ellos recuerdos en la belleza de los nombres. Todas las ciudades que tienen nombres bonitos se los deben al español o al francés. Cierto lugar tenía un nombre tan feo, que me negué a hablar allí.

Todo ciudadano, al cumplir los veintiún años, tiene derecho a votar y adquiere, por eso mismo, inmediatamente su educación política. Los americanos son el pueblo mejor educado políticamente del mundo. Vale la pena ir a un país que puede enseñarnos la belleza de la palabra LIBERTAD y el valor de ese concepto.

No existe americano estúpido. Muchos americanos son horribles, vulgares e impertinentes, lo mismo que muchos ingleses; pero la estupidez no es uno de los vicios nacionales. Realmente, en América o hay salida posible para un imbécil. Ellos exigen cerebro hasta a un limpiabotas y lo consiguen.

Hasta la libertad del divorcio en América, por criticable que pueda parecer en ciertos puntos, tiene, por lo menos, el mérito de aportar al matrimonio un elemento novelesco de incertidumbre. Cuando las personas están unidas para toda la vida, consideran demasiado a menudo las buenas maneras como algo superfluo y la cortesía como una cosa inútil; pero si el lazo puede ser roto con facilidad, su misma fragilidad constituye su fuerza y recuerda al marido que debe siempre procurar agradar, y a la esposa que no debe nunca dejar de fascinar.

En conjunto, pues, el hombre americano en su tierra es una persona dignísima. Sólo tiene un aspecto desilusionante. El humour yanqui es una pura invención del turista: no existe en realidad. A decir verdad, lejos de tener humour, el hombre americano es es ser más normalmente serio que existe. Dice que Europa es vieja; pero es él y sólo él quien no ha sido nunca joven.

América no ha perdonado nunca a Europa el haber sido descubierta un poco antes en la Historia que se ha descubierto ella a sí misma. Y, sin embargo, ¡cuán inmensas son sus obligaciones para con nosotros! ¡Qué enorme su deuda! Para tener fama de humoristas, sus hombres tienen que venir a Londres; para hacerse célebres por sus toilettes, sus mujeres tiene que hacer sus compras en París.

Los modelos en Londres

En Nueva York y aun en Boston, un buen modelo es algo tan raro, que la mayoría de los artistas se ven reducidos a pintar Niágaras y millonarios. Pero en Europa es distinto.

Los modelos italianos son los mejores. La gracia natural de sus actitudes, así como el tono maravillosamente pintoresco de su tez, hacen de ellos modelos fáciles, acaso demasiado fáciles para el pintor.

Después viene el joven italiano, que ha pasado la Mancha exclusivamente para ser modelo, o que llega a serlo cuando tiene que componer su instrumento de música. Es con frecuencia encantador, con sus ojazos melancólicos, su cabellera rizosa y su cuerpo esbelto y moreno. Verdad es que come ajo; pero, en fin, en pie sabe adoptar actitudes felinas, y tendido parece un leopardo. Por lo cual se le puede perdonar el ajo. Dice siempre graciosos cumplidos y tiene fama de haber dirigido nobles palabras de aliento, incluso a nuestros grandes artistas.

La primera vez acuden siempre; pero después no vuelven a aparecer por el lugar de la cita. No les gusta permanecer inmóviles y sienten una poderosa, aunque quizá natural, aversión a adoptar actitudes patéticas. Además, tienen la impresión constante de que el artista se burla de ellos. Es un hecho desdichado, pero auténtico, el que la gente pobre no tiene la menor conciencia de su calidad pintoresca. Aquellos a quienes se convence, no sin esfuerzos, para que posen, lo hacen con la idea de que el artista no es más que un filántropo benévolo que ha escogido ese medio raro para repartir limosna a la gente que no la merece.

Un buen circo es un oasis de helenismo en un mundo que lee demasiado para ser sabio y piensa demasiado para ser bello.

El vestido femenino

En lo que se refiere a los tacones altos, admito gustoso que hay que dar cierta altura suplementaria al zapato o a la bota, si han de usarse en la calle faldas largas. La objeción que hago es que sería necesario esta altura al tacón únicamente y no a toda la suela.

jueves, 7 de diciembre de 2017

Oscar Wilde - De profundis y otros escritos de la cárcel


Cartas de marzo de 1895 a marzo de 1897

Cada día alguien que se llama Amor viene a verme, y llora tanto a través de los barrotes de la cárcel que soy yo quien tiene que consolarle a él. 

Poco a poco, la vida se me escapa. Nada sino las visitas diarias de Alfred Douglas me despiertan a la vida, e incluso a él solo le veo en condiciones humillantes y trágicas. 

Mi vida parece habérseme escapado. Me siento atrapado en una red espantosa. No sé a dónde mirar. Me preocupa menos cuando pienso que él está pensando en mi. No pienso en nada más. 

A lord Alfred Douglas
Mi queridísimo muchacho: Quiero asegurarte mi amor inmortal y eterno por ti. Mañana todo se habrá acabado. Si la cárcel y el deshonor son mi destino, piensa que mi amor por ti y la idea, la creencia aun más divina, de que tu me amas a su vez me sostendrán en mi desdicha y me volverán capaz, espero, de soportar mi dolor con más paciencia. 

Todo amor tiene su tragedia, y ahora el nuestro también.
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Al ministro del Interior: La petición del preso arriba nombrado declara humildemente que no desea tratar de paliar en modo alguno las terribles ofensas por las que fue declarado culpable con toda la razón, sino señalar que dichas ofensas son formas de locura sexual y son reconocidas como tales no solo por la ciencia patológica moderna sino por muchas legislaciones modernas, especialmente Francia, Austria e Italia, donde se han derogado las leyes que conciernen a esos delitos.

Durante más de un año, la mente del peticionario lo ha soportado. Ya no puede soportarlo más. Es bastante consciente del acercamiento de una demencia que no estará confinada únicamente a una porción de su naturaleza, sino que se extenderá por todas partes, y su deseo, su ruego es que su condena remita ahora, de modo que sus amigos puedan llevárselo al extranjero y pueda someterse a un tratamiento médico para que la enfermedad sexual que sufre pueda curarse. Sabe demasiado bien que su carrera como dramaturgo y escritor se ha acabado. 

Más encarecidamente aún, de hecho, el peticionario ruega al ministro del Interior que, si lo desea, consulte la opinión de cualquier autoridad médica reconocida sobre cuál sería el resultado inevitable del confinamiento solitario en silencio y aislamiento en alguien que ya sufre una monomanía sexual de carácter terrible. 

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El poder, al igual que el castigo, mata cualquier cosa buena y amable en un hombre.

De todas las modalidades de demencia -y el peticionario es plenamente consciente ahora, tal vez demasiado consciente, de que toda su vida, en los dos años anteriores a su ruina, era presa de una locura absoluta-, la demencia del instinto sexual pervertido es una de las más dominantes en su acción en el cerebro. Corrompe las energías tanto intelectuales como emocionales. Se aferra al alma y al cuerpo como la malaria. Y aunque uno pueda sobrellevar las monótonas privaciones y la implacable disciplina de una cárcel inglesa -resistir con apatía la incesante vergüenza y la degradación diaria, y volverse insensible incluso a esa espantosa monstruosidad de la vida que despoja la tristeza de cualquier dignidad, y arrebata al dolor su poder de purificación-, aun así el aislamiento completo de todo lo humano y lo humanizado le sume a uno más y más profundamente en el atolladero de la locura, y el horrible silencio, al que uno está eternamente condenado, concentra la mente en todo aquello que uno quisiera odiar, y crea esos dementes estados de ánimo de los que uno desea estar libre, los crea y los vuelve permanentes. 

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El rechazo a conmutarme la condena ha sido como el golpe de una espada de plomo. Estoy aturdido con un sordo sentido del dolor. Había alimentado la esperanza, y ahora la angustia, ávida, se alimenta de mí como si la hubiera privado de su propio apetito. No obstante, en el negase aire de la cárcel hay elementos más amables que antes: he recibido muestras de compasión, y ya no me siento completamente aislado de las influencias humanas, cosa que antes era una fuente de terror y desasosiego para mí. Y leo a Dante, y copio pasajes y tomo notas por el simple placer de utilizar una pluma y tinta. Y parece que esté mejor en muchos sentidos. Y voy a empezar a estudiar alemán; de hecho, este parece el lugar adecuado para semejante estudio.

Mi tragedia ha durado demasiado tiempo, los espectadores se cansan. Mi tragedia ha durado demasiado tiempo, su clímax  se ha acabado, su final es malo, y soy bastante consciente del hecho de que cuando llegue el final tendré que regresar como un visitante inoportuno a un mundo que no me quiere, como un revenant, como dicen los franceses, como alguien con la cara gris por el largo encarcelamiento y torcida por el dolor. Por horribles que sean los muertos cuando se levantan de la tumba, los vivos que salen de la tumba aún son más horribles. 

Los hombres no pueden juzgarse por sus amistades. 

Sigo trabajando en la carta. Es la carta más importante de mi vida, ya que en última instancia tratará de mi futura actitud mental hacia la vida, del modo en que deseo reencontrarme con el mundo, del desarrollo de mi carácter; de lo que he perdido, de lo que he aprendido y de lo que espero alcanzar. Al fin veo una meta real hacia la cual mi alma puede ir con sencillez, naturalidad, y con razón. Antes de veros a ti y Robbie, debo acabar la carta, para que podáis entender en qué me he convertido, o más bien en qué deseo convertirme en naturaleza y propósito. Toda mi vida depende de ella. 

De profundis

¿Que eras “muy joven” cuando empezó nuestra amistad? Tu defecto no era que conocieras poco de la vida, sino que conocías demasiado. 

No es lo mismo ser un loco para los dioses que serlo para los hombres.

El verdadero loco, aquel de quien se burlan o al que echan a perder los dioses, es quien no se conoce a sí mismo. 

Todo lo que llega a comprenderse está bien.

Mi vida, cuando estabas a mi lado, fue totalmente estéril y en absoluto creativa. 

Cuando comparo mi amistad contigo con la que profesé a hombres aún más jóvenes, como John Gray y Pierre Louÿs, siento vergüenza. Mi vida verdadera estaba con ellos y con otros parecidos. 

Cuando no estabas, todo iba bien.

Mientras estuviste conmigo echaste a perder mi arte por completo, y me avergüenzo y me culpo de haber permitido que te interpusieras de manera tan persistente entre el arte y yo. 

Tus intereses se reducían a las comidas y tus caprichos. Solo deseabas diversión y placeres más o menos vulgares. 

Me culpo sin reservas por mi debilidad.

Media hora en compañía del arte significó siempre más para mí que un día contigo. 

En el caso de un artista, la debilidad es un crimen cuando paraliza la imaginación. 

Las virtudes del ahorro y la parquedad no son típicos de mi naturaleza ni de mi estirpe. 

De vez en cuando es agradable cubrir la mesa de vino y rosas, pero tú no tenías ni gusto ni templanza. Exigías sin elegancia y tomabas sin agradecimiento. 

La base del carácter es la fuerza de la voluntad y mi voluntad quedó totalmente sometida a la tuya. Parece grotesco, pero no por eso es menos cierto. Esas escenas incesantes que en tu caso parecían una necesidad física y en las que tu cuerpo y tu espíritu se deformaban hasta que resultaba terrible mirarte o escucharte. 

Tras haberte adueñado de mi genio, mi voluntad y mi fortuna, deseabas, en la ceguera de tu inagotable codicia, apoderarte también de toda mi existencia.

La carta que recibí la mañana del día que permití que me llevaras a comisaría con la ridícula pretensión de pedir una orden de detención contra tu padre fue la peor que me escribiste jamás por la razón más vergonzosa. Entre los dos me hicisteis perder la cabeza. Me abandonó la sensatez.

En la vida no hay cosas grandes o pequeñas. Todas tienen el mismo tamaño y el mismo valor. 

Te interesaba más cualquier marca nueva de champan que alguien pudiera recomendarnos. 

La conversación debe tener una base común, y entre dos personas de nivel cultural muy diferente la única base posible se encuentra a niveles muy bajos. Lo trivial en el pensamiento y en la acción resulta encantador. 

Por muy fascinante y terrible que fuese el único tema del que hablabas siempre, al final terminaba resultándome monótono. 

La devoción me parecía, y sigue pareciéndome, algo maravilloso que no debe despreciarse a la ligera. 

El sufrimiento -por extraño que parezca- es nuestro medio de existencia, porque es la única forma que tenemos de saber que existimos, y el recuerdo del sufrimiento pasado nos resulta necesario como prueba y garantía de la persistencia de nuestra identidad. 

Los dioses son extraños. No solo nos fustigan con nuestros vicios. También aprovechan lo que hay de bueno, amable y humano en nosotros para buscar nuestra ruina. De no haber sido por la piedad y el afecto que yo sentía por ti y los tuyos, no lloraría ahora en este terrible lugar. 

Pensaba que la vida iba a ser una comedia brillante, y que tú serías uno de sus muchos personajes encantadores. Resultó ser una tragedia repulsiva y repelente. 

En ti, el odio siempre ha sido más fuerte que el amor. 

El amor se alimenta de la imaginación, nos hace más sabios de lo que nos sabemos, mejores de lo que nos sentimos y más nobles de lo que somos, nos permite ver la vida como un todo y entender a los demás tanto en sus relaciones reales como ideales. . Solo puede nutrirse de lo bello y bien concebido. En cambio, el odio se alimenta de cualquier cosa. 

Los errores más funestos de la vida no los cometemos al actuar de forma poco razonable. Un momento poco razonable puede ser la mejor de nuestra vida. Los cometemos al actuar de manera lógica. 

Ahora hace más de cuatro años que nos conocemos. La mitad de ese tiempo lo hemos pasado juntos, la otra mitad he tenido que pasarla en la cárcel a consecuencia de nuestra amistad. 

El vicio supremo es la superficialidad. Todo lo que llega a comprenderse está bien. 

Todo debe emanar de nuestra propia naturaleza. De nada sirve decirle a alguien algo que no siente y no puede entender. 



Desde el punto de vista intelectual, el odio es la negación eterna. Desde el punto de vista de las emociones, es una forma de atrofia y lo mata todo, menos a sí mismo. Escribir a los periódicos para decir que uno odia a alguien es como escribir para contar que padece una enfermedad venérea. 

Los pecados de la carne no son nada. Son enfermedades que, en todo caso, deben curar los médicos. Solo los pecados del alma son vergonzosos. 

Tú fuiste mi enemigo. Un enemigo como nadie ha tenido jamás. 

El sufrimiento es un instante muy largo. 

Pasan tres meses y muere mi madre. Sabes mejor que nadie cuánto la amaba y reverenciaba. Su muerte fue tan terrible que, aunque fui un maestro del lenguaje, me faltan las palabras para expresar mi sufrimiento y mi vergüenza. 

Las hojas del laurel se marchitan si las arranca una mano envejecida. Solo los jóvenes tienen derecho a coronar a un artista. 

Ese hermoso mundo irreal del arte donde una vez reiné y donde hoy seguiría reinando de no haberme dejado tentar por el mundo imperfecto de las pasiones vulgares e incompletas. 

Los pobres son más sabios, más caritativos, más amables y más sensibles que nosotros. Para ellos la cárcel es una tragedia de la vida, una desgracia, un contratiempo, algo que inspira compasión. Cuando hablan de alguien que está en la cárcel dicen que “se ha metido en un aprieto”. Siempre usan esa frase, que encierra una perfecta comprensión del amor. Entre la gente de nuestro rango las cosas son distintas. Entre nosotros la cárcel convierte a un hombre en un paria. Yo y los que son como yo apenas tenemos derecho al aire y el sol. Nuestra presencia contamina a los demás. Cuando regresamos, no somos bien recibidos. 

Solo quienes llevan una vida intachable pueden perdonar los pecados. 

Por terrible que sea lo que hiciste, más lo fue el daño que me causé a mí mismo. 

Me dejé tentar por la insensatez y la sensualidad. 

Cansado de estar en las alturas bajé adrede a las profundidades en busca de nuevas sensaciones.

Dejaron de importarme las vidas ajenas. 

Lo que uno hace en secreto acaba teniendo que proclamarlo un día desde las azoteas. 

Permití que me dominaras. 

Quienes tienen mucho suelen ser codiciosos. Quienes tienen poco siempre están dispuestos a compartir. 

La religión no me ayuda. La fe que los demás tienen en lo invisible yo la tengo en lo que puedo ver y tocar. Mis dioses habitan en templos construidos con las manos. 

Cualquier cosa, para ser cierta, necesita convertirse en religión. Y el agnosticismo tendría que tener sus rituales igual que la fe. 

Los dos momentos cruciales de mi vida fueron cuando mi padre me envió a estudiar a Oxford y cuando la sociedad me envió a la cárcel. 

La superficialidad es el vicio supremo. Todo lo que llega a comprenderse está bien. 

Por mi parte, exijo que, si llego a comprender lo que he sufrido, la sociedad comprenda el daño que me ha causado, y que ambas partes renunciemos a cualquier odio o amargura. 

La gente tendrá que adoptar alguna actitud conmigo y emitir un juicio sobre mí y sobre ella misma. No hace falta que te diga que no hablo de personas concretas. Solo frecuentaré a artistas y a gente que haya sufrido: a quienes saben lo que es la belleza y a quienes conocen el dolor; nadie más me interesa. 

Soy muy imperfecto. 

Tengo verdaderas ganas de vivir. 

Me queda tanto por hacer que me parecería una tragedia morir antes de haber podido completar siquiera una pequeña parte. 

Detrás de la risa y de la alegría puede haber un temperamento insensible, vulgar y endurecido. En cambio, detrás del dolor siempre hay dolor. El sufrimiento, a diferencia del placer, no lleva máscara. 

Recuerdo haberle dicho a André Gide en un café parisino que, aunque la metafísica no me interesaba demasiado y la moralidad no me interesaba lo más mínimo, no había nada que hubieran dicho Platón o Cristo que no pudiera trasladarse directamente a la esfera del arte para encontrar allí su plenitud más completa. 

Cuando uno entra en contacto con el alma se vuelve sencillo como un niño, como Cristo dijo que debíamos ser. 

Últimamente he estado estudiando con detalle los cuatro poemas en prosa sobre Cristo. En Navidad logré hacerme con un Nuevo Testamento en griego, y cada mañana, después de limpiar la celda y lustrar mi plato y mi vaso, leo un poco los Evangelios, apenas una docena de versículos tomados al azar. Es una manera deliciosa de empezar el día. 

Siempre se pensó que Cristo hablaba en arameo. Incluso Renan lo creyó. Pero ahora sabemos que los campesinos galileos, igual que los campesinos irlandeses de nuestra época, eran bilingües, y que el griego era el idioma corriente en toda Palestina y, de hecho, en todo el mundo oriental. Nunca me había gustado la idea de que solo conociéramos las palabras de Cristo a través de la traducción de una traducción. 

Cada vez que alguien nos demuestre su amor deberíamos darnos cuenta de que no nos lo merecemos. 

“¿Acaso no es más el alma que el alimento? ¿No es el cuerpo más que el vestido?”. Esta última frase podría haberla dicho un griego. Pero solo Cristo podría haber dicho las dos, y así resumió perfectamente la vida para nosotros. 

El judío de Jerusalén en época de Cristo era, en su obtusa inaccesibilidad a las ideas, su tediosa ortodoxia, su adoración del éxito vulgar, su preocupación por el aspecto más grosero y materialista de la vida y su ridícula apreciación de su propia importancia, el paralelo exacto de filisteo británico de nuestros días. 

Considero el pecado y el sufrimiento como si fueran bellos en sí mismos, cosas sagradas y modos de perfección. 

El pecador debe arrepentirse. Pero ¿por qué? Sencillamente porque de otro modo no podría comprender lo que ha hecho. El momento del arrepentimiento es el momento de la iniciación. Más aún. Es el modo en que uno altera su pasado. Los griegos pensaban que era imposible. Cristo demostró que hasta el más vulgar de los pecadores podía hacerlo. Era lo único que podía hacer. 

Quienes eligen llevar una máscara luego tienen que ponérsela. 

La gente cuyo único deseo es realizarse nunca sabe adónde va. Es imposible saberlo. 

Dos de las vidas más perfectas que he conocido son las de Verlain y el príncipe Kropotkin y ambos pasaron años en la cárcel. 

He tenido que pasar en la cárcel un año más, pero la humanidad nos ha acompañado a todos, y ahora cuando salga recordaré la bondad con que me ha tratado aquí casi todo el mundo, y el día en que recupere mi libertad daré gracias a mucha gente y les pediré que me recuerden. 

El sistema de prisiones es totalmente injusto. Daría cualquier cosa por poder cambiarlo cuando salga. Tengo pensando intentarlo. Pero no hay nada tan injusto como que el espíritu de la humanidad -que es el espíritu del amor, el espíritu de Cristo que no está en las Iglesias- no pueda, si no enderezar, al menos ayudar a sobrellevarlo sin demasiada amargura en el corazón. 

Si hiciera una lista de todo lo que me queda un, no sé cuándo acabaría, pues Dios hizo el mundo tanto para mí como para cualquiera. Es posible que salga de aquí con algo que antes no poseía. 

Soy totalmente feliz cuando estoy solo. ¿Cómo no serlo teniendo libertad, libros, flores y la luna? Además, las fiestas ya no son para mi. He dado demasiadas para que sigan interesándome. Esta faceta de la vida se ha terminado, por suerte diría yo. 

Hoy media un abismo entre mi arte y el mundo, pero entre mi arte y yo no hay ninguno. 

Todo lo que ha rodeado mi tragedia ha sido feo, mezquino, repulsivo y sin estilo. Nuestro propio uniforme nos vuelve grotescos. Somos los bufones del dolor, payasos con el corazón destrozado. Estamos especialmente concebidos para mover a risa. El 13 de noviembre de 1895 me trasladaron aquí desde Londres. Desde las dos en punto hasta las dos y media de ese día, tuve que esperar en el andén principal de Clapham Junction, esposado y con el uniforme de preso, a la vista de todos. Me habían sacado de la enfermería sin previo aviso. No cabe imaginar nada más grotesco. Cuando la gente me veía, se reía. Cada vez que llegaba un tren, aumentaba el público. Su diversión no tenía límites. Eso, claro, fue antes de que supusieran que era yo. En cuando les informaron, aún se rieron más. Pasé media hora bajo la lluvia gris de noviembre rodeado de una turba burlona. 

El año siguiente lloré todos los días a la misma hora y por ese mismo espacio de tiempo. No creas que es tan trágico. Para quienes estamos en la cárcel, las lágrimas forman parte de la vida cotidiana. El día en que no lloramos es porque nuestro corazón se ha endurecido, no porque haya sido feliz. 

Hay que ser muy poco imaginativo para interesarse solo por la gente cuando está en un pedestal. 

El único acto deshonroso, imperdonable y despreciable de mi vida fue dejar que me convencieras de que pidiese ayuda y protección a la sociedad contra tu padre. 

¿Has vivido todo este tiempo desafiando mis leyes y ahora apelas a ellas para que te protejan?

El modo en que me apremiase y me obligaste a pedir auxilio a la sociedad es uno de los motivos por los que te desprecio tanto y por los que me desprecio a mi mismo por hacerte caso. 

El peligro formaba parte de la diversión. 

En el arte, las buenas intenciones no sirven para nada. Todo arte malo es producto de las buenas intenciones. 

El primer deber de una madre es no tener miedo de hablar seriamente con su hijo. 

Todos los días yo tenía que pagar hasta la última cosa que hacías. Solo una persona con una naturaleza absurdamente bondadosa o dominado por una estupidez sin límites lo habría hecho. Por desgracia, en mi se daba la combinación de las dos cosas. 

Los sentimentales son sencillamente gente que quiere disfrutar del lujo de las emociones sin tener que pagar por ello. 

El sentimentalismo no es más que el cinismo que se ha tomado un día de vacaciones. 

Las grandes pasiones están reservadas a quienes tienen grandeza en el alma, y los grandes acontecimientos solo los ven quienes están a su misma altura. 


Cartas de abril de 1897 a marzo de 1898

A Robert Ross:

Quiero que seas mi albacea literario en caso de que muera, y que tengas un control absoluto de mis obras de teatro, mis libros y mis papeles. 

Mi esposa no tiene ningún interés en mi arte, ni cabe esperar que lo tenga. 

Creo que lo único que hay que hacer es ser plenamente moderno: que la mecanografíen. (En relación a De Profundis)

Las mujeres son más de fiar, ya que no recuerdan lo importante. 

Quisiera que la copia no se hiciera en papel de seda, sino en un buen papel, como el que se utiliza para las obras de teatro, y que se dejara un amplio margen superior para las correcciones. 

More me haría un gran favor si escribiera a toda la gente que ha empeñado o comprado mi abrigo de piel desde que me encarcelaron, y les preguntara de mi parte si tendrían la amabilidad de decirle dónde lo vendieron o empeñaron, pues estoy ansioso por rastrearlo, y si es posible recuperarlo. Lo llevé durante doce años, estuvo por toda América conmigo, acudió a todos mis estrenos, me conoce a la perfección, y realmente lo quiero. 

Sería una infamia brutal que volvieran a encarcelarme por delitos que en todos los países civilizados son una cuestión de patología y tratamiento médico si se desea curarlos. 

Todos cometemos el error de pensar que la vida es compleja. No lo es. Somos nosotros los complejos, y la gente piensa que los planes inteligentes, astutos y llenos de rodeos son los mejores. Son los peores. La vida es bastante sencilla. La gente compleja desperdicia la mitad de su fuerza tratando de ocultar lo que hace. 

Si me paso mi futura vida leyendo a Baudelaire en un café, puede que lleve una vida más natural que si me pongo a hacer trabajos de jardinería o a plantar cacao en ciénagas. 

Me horrorizaría salir a un mundo en el que no tendré ni un solo libro mío. Me pregunto si alguno de mis amigos me daría unos cuantos libros, por ejemplo Cosmo Lennox, Reggie Turner, Gilbert Burgess, Max y demás. Ya sabes qué clase de libros quiero: Flaubert, Stevenson, Baudelaire, Maeterlinck, Dumas pere, Keats, Marlowe, Chatterton, Coleridge, Anatole France, Cautier, Dante y toda la literatura de Dante; Goethe e ídem, y así sucesivamente. Me parecería un gran cumplido tener libros esperándome, y tal vez algunos amigos quieran ser amables conmigo. A decir verdad, uno es muy agradecido, aunque temo que a veces no lo parezco. Pero a la vez recuerda que he tenido incesantes quebraderos de cabeza además de la vida carcelaria. 

También intenta conseguirme una buena biografía de san Francisco de Asís. 


A Thomas Martin:

Espero escribir sobre la vida carcelaria e intentar cambiarla para otros, pero es demasiado terrible y fea para convertirla en una obra de arte. He sufrido demasiado aquí como para escribir obras de teatro sobre ello. 

Al editor del Daily Chronicle

La crueldad que se ejerce día y noche sobre los niños en las cárceles inglesas resulta increíble, salvo para quienes la han presenciado y son conscientes de la brutalidad del sistema. 

La crueldad común es simple estupidez. Es la falta absoluta de imaginación. En nuestro tiempo es el resultado de los sistemas estereotipados de normas estrictas y estupidez. Dondequiera que haya centralización hay estupidez. Lo inhumano en la vida moderna es la burocracia. La autoridad es tan destructiva para aquellos que la ejercen como para aquellos en quienes se ejerce. La Comisión de Cárceles, y el sistema que lleva a cabo, es la fuente principal de la crueldad que se ejerce sobre un niño en la cárcel. La gente que defiende el sistema tiene intenciones excelentes. Quienes lo llevan a cabo también son humanos en sus intenciones. La responsabilidad se traslada a las normas de disciplina. Se supone que por el hecho de ser una norma algo es correcto. 

El trato actual a los niños es terrible, fundamentalmente por el hecho de que la gente no entiende la peculiar psicología de la naturaleza del niño. Un niño puede comprender un castigo impuesto por un individuo, como un padre o un tutor, y sobrellevarlo con cierta aquiescencia. Lo que no puede comprender es un castigo impuesto por la sociedad. No sabe qué es la sociedad. Con la gente adulta, por supuesto, sucede lo contrario. Aquellos de nosotros que están en la cárcel o bien han estado allí pueden entender, y entienden, qué significa la fuerza colectiva llamada sociedad, y pensemos lo que pensemos de sus métodos o pretensiones, podemos forzarnos a aceptarla. En cambio, el castigo impuesto por un individuo es algo que ningún adulto soporta o se espera que soporte. 

Para un niño pequeño, estar en la cárcel, sea detenido o una vez condenado, no es una sutileza de posición social que pueda comprender. Para él, lo horrible es estar ahí. A ojos de la humanidad, debería ser algo horrible que estuviera ahí. 

El trato inhumano por parte de la sociedad es más terrible para el niño, porque no cabe recurso alguno. Se puede apartar a un padre o a un tutor, y dejar que el niño salga de la oscura y solitaria habitación en la que estaba confinado. Pero no se puede apartar a un celador. La mayoría de celadores tiene mucho aprecio a los niños, pero el sistema le prohíbe prestarles auxilio. Si lo hace, como hizo el celador Martin, los despiden. 

Como clase, los presos son extremadamente amables y compasivos los unos con los otros. El sufrimiento y el sufrimiento en comunidad vuelven amables a las personas, y, día tras día, mientras caminaba con pesar por el patio, solía sentir con placer y consuelo lo que Carlyle llama en algún lugar “el silencioso y rítmico encanto del compañerismo humano”. En eso, al igual que en otras cosas, los filántropos y la gente de esa clase yerran. No son los presos quienes necesitan una reforma, sino las cárceles.

Ningún niño menor de catorce años debería ser encarcelado en absoluto. Es absurdo, y, como tantas cosas absurdas, tiene resultados trágicos. Sin embargo, si hay que encarcelar a niños, durante el día deberían estar en un taller o un aula con un celador. De noche deberían dormir en un dormitorio, con un celador que los cuidara. Deberían permitirles hacer ejercicio durante al menos tres horas al día. Las celdas oscuras, mal ventiladas y malolientes son pésimas para un niño; de hecho, son pésimas para cualquiera. En la cárcel uno siempre respira un aire viciado. La comida de los niños debería consistir en té, pan con mantequilla y sopa. La sopa de la cárcel es muy buena y saludable. Un acuerdo de la Cámara de los Comunes podría resolver el trato a los niños en media hora. Espero que utilice usted su influencia para conseguirlo. El modo en que se trata a los niños ahora es una verdadera ofensa para la humanidad y el sentido común. Es fruto de la estupidez. 

No hay nada peor que las condiciones higiénicas de las cárceles inglesas. Antiguamente cada celda estaba equipada con una especie de letrina. Hoy en día se han suprimido las letrinas. Ya no existen. En su lugar, se suministra a cada preso un pequeño orinal. Tres veces al día, se le permite vaciarlo. Sin embargo, no se le permite acceder al retrete de la cárcel, excepto durante la hora en que hace ejercicio. Y a partir de las cinco de la tarde no se le permite salir de su celda con ninguna excusa ni por ninguna razón. Por consiguiente, un hombre que padezca diarrea se encuentra en una situación tan odiosa que resulta innecesario extenderse en ella, pues sería indecoroso. La miseria y las torturas que experimentan los presos a consecuencia de las repulsivas condiciones higiénicas son absolutamente indescriptibles. Y el hedor del aire de las celdas, acrecentado por un sistema de ventilación del todo ineficaz, es tan nauseabundo y poco saludable que, a menudo a los celadores, cuando por la mañana llegan del aire libre, y abren e inspeccionan cada celda, se les revuelven las tripas. Lo he visto con mis propios ojos más de tres veces, y varios celadores me ha comentado que es una de las cosas más repugnantes que conlleva su oficio. 

En lo que respecta al castigo del insomnio, solo existe en las cárceles chinas e inglesas. En China se inflige colocando al preso en una pequeña jaula de bambú; en Inglaterra, a través de un camastro de tablones de madera. El objetivo del camastro es producir insomnio. No tiene ningún otro objetivo, y siempre lo consigue. E incluso cuando a uno se le concede un colchón duro, como sucede en el transcurso del encarcelamiento, sigue sufriendo insomnio, porque el sueño, como todo lo saludable, es un hábito. Cualquier preso que haya estado en un camastro de tablones de madera padece insomnio. Es un castigo repulsivo e ignorante. 

Habría que animar a los presos a leer, y deberían disponer de los libros que quisieran, y los libros deberían estar bien escogidos. Hoy en día, de la selección de los libros se encarga el capellán de la cárcel.


Ser exhibido como un mono en una jaula ante la gente que uno aprecia y que le aprecia a uno es una degradación innecesaria y horrible.

domingo, 3 de diciembre de 2017

El amor que no osa decir su nombre



Durante el segundo juicio a Oscar Wilde, fue interrogado sobre el significado de "El amor que no osa decir su nombre". El acusado respondió:

Oscar Wilde:


 "El amor que no osa decir su nombre" es, en este siglo, el gran afecto que un hombre mayor siente por otro más joven, como el que existió entre David y Jonathan como aquel en el que Platón basa su filosofía, como el que encontramos en los sonetos de Miguel Angel o Shakespeare. Es ese afecto profundo, espiritual, puro y perfecto. Inspira y llena grandes obras de arte, como las de Shakespeare y Miguel Angel, y esas dos cartas mías, tal como son. Es un sentimiento incomprendido en este siglo, tan incomprendido que podría definirse como "el amor que no osa decir su nombre" y, por su causa, ahora me encuentro aquí. Es bello, bueno, la clase más noble de afecto. No hay nada en él que vaya contra la naturaleza. Es intelectual y surge reiteradamente entre un hombre adulto y un joven cuando el adulto es un intelectual y el joven tiene ante sí toda la alegría, la esperanza y el hechizo de la vida. Eso es lo que el mundo no entiende. El mundo se burla de él y, a veces, por su causa, te pone en la picota.