domingo, 10 de diciembre de 2017

Vida y confesiones de Oscar Wilde


Fue en el otoño de 1891, cuando por primera vez encontró a Lord Alfred Douglas. Tenía treinta y seis años, y Lord Alfred Douglas era un mozo guapo y grácil de veintiuno, con grandes ojos azules y cabellos dorados. Su madre, Lady Queensberry, conserva una fotografía suya tomada cuando aún era alumno del colegio de Winchester: un efebo de dieciséis años, con una expresión que, sin exagerar, puede calificarse de angélica.

Cuando yo le conocí, era aun adamadamente agraciado, bonito como una muchacha, con la belleza, los colores y la tez de la juventud, aunque sus facciones no pasaran de corrientes.... Oscar se sintió atraído por la belleza personal del mancebo y enormemente impresionado por el nombre y la posición social de Lord Alfred Douglas: tan snob, en suma, como sólo un artista inglés puede serlo, gustaba de los títulos nobiliarios; y no cabe dudas que Douglas es uno de los más grandes nombres de la historia británica, con la seducción además de lo romántico. Sin duda, Oscar habló más brillantemente que de costumbre, acicateado por la presencia de Lord Alfred Douglas. Hasta el fin, el mero nombre suyo, íntimamente paladeado, le producía un extraordinario placer. Además, el muchacho le manifestaba una gran admiración, se quedaba pendiente de sus labios, con el alma en los ojos; sin contar que también demostraba una rara inteligencia en sus apreciaciones, acabando por confesar que hacía verso y que era un apasionado de literatura. ¿Podría desearse, acaso, perfección más cabal?

Años más tarde, Oscar me confesó que, desde el principio, había tenido miedo a la audacia aristocrática e insolente de Alfred Douglas.

"Me asustaba, Frank, tanto como me atraía, y traté de evitarlo. Pero él no cejaba; me perseguía obstinadamente, y no supe resistirle. Me indujo a gastos que excedían de con mucho a mis medios. En muchas ocasiones intenté libertarme de él, pero él volvía, y yo acababa siempre por ceder."

Su detención fue la señal para una orgía de odio filisteo tal como Londres no había conocido nunca. La clase media puritana, que había detestado siempre en Wilde al artista y al intelectual burlón, y que no veía en él más que a un parásito de la aristocracia, dio libre curso entonces a su versión y a su desprecio, y todos se empeñaron en superar a su vecino en la expresión de su horror y su desprecio. El juicio de la clase media arrastró a la clase inferior. El pueblo bajo, debe hacérsele esta justicia, experimenta una repugnancia natural por el vicio particular atribuido a Oscar. La mayoría de los hombres condenan aquellos pecados que no les tientan: pero su repulsión, en este caso, es más despectiva que indignada; y, con su habitual humorismo, toda esta historia no fue pronto para el pueblo sino una fuente de burlas obscenas y bestiales. El nombre de "Oscar" se convirtió en su injuria favorita, y se lo lanzaban unos a otros a propósito de no importa qué; conductores de ómnibus, cocheros, vendedores de periódicos, empleábanlo a tuertas y a derechas con verdadero deleite.

La clase superior, por el momento, se callaba, dejando pasar la tormenta. Algunos de sus representantes aprobaban, como es natural, a los puritanos; otros se daban cuenta de que Oscar y sus camaradas habían sido demasiado audaces y merecían recibir una lección.

Los diarios ingleses, que no son más que tiendas para la clase media, se pusieron al lado de su clientela. Sin excepción, rivalizaron condenando al hombre y su obra.

La simple noticia de la detención de Oscar Wilde y de su confinamiento en la prisión de Holloway, llenó Londres de estupor y fue la señal de un extraño éxodo. Los trenes para Dover se atestaron de pasajeros; los vapores que salían para Calais se vieron invadidos por un sin fin de miembros de las clases aristocráticas y acomodadas, que parecían preferir París, y aun Niza fuera de temporada, a una ciudad como Londres, donde la policía es capaz de obrar con tan inesperado rigor. La verdad es que los estetas inteligentes y cultos a que, ya con anterioridad, me he referido, se aterraron ante las revelaciones del proceso Queensberry. Por vez primera, se enteraban de que los lupanares como el de Taylor estaban bajo la vigilancia de la policía y que los individuos como Wood y Parker se hallaban fichados y vigilados. Todos ellos estaban en la creencia de que, en "el país de la libertad", su conducta pasaba inadvertida. El tranquilo descuido en que vivían vióse súbitamente trastornado al saber que la policía londinense estaba enterada de muchas cosas que eutrapélicamente se suponía ignoraban; ¿qué, de extraño, pues, que este inoportuno rayo de luz pusiera en fuga repentina a las tropas del vicio?

El resultado más grave de la negativa de la fianza, fue para Oscar puramente personal. La fuente de sus ingresos se secó. Los libreros dejaron de vender sus libros; el público desertó de los teatros en que se representaban sus comedias; los comerciantes a quienes debía aunque sólo fuera unos céntimos lo demandaron inmediatamente, obteniendo un mandamiento de embargo contra su casa de Tile Street. En un mes, y cuando el dinero le era más necesario que nunca para pagar a su abogados y procurarse testigos, se vio saqueado y malbaratado; con el agravante, debida a su encarcelamiento, de que la venta se efectuó en tales condiciones, que sus bienes, que en tiempo ordinario habrían bastado para cubrir tres veces el importe de sus débitos, fueron adjudicados a precios irrisorios, y el autor que ganaba cuatro o cinco mil libras al año con sus obras se vio declarado en quiebra por una suma de poco más de mil libras. De esta cantidad, seiscientas libras se emplearon para pagar las costas de Lord Queensberry, costas que la familia Queensberry, Lord Douglas of Hawick, Lord Alfred Douglas y su madre, se habían comprometido, por escrito, a pagar, pero que, llegado el momento, se negaron en absoluto a desembolsar. Desgraciadamente, un gran número de manuscritos de Oscar se extraviaron o fueron robados, en el desorden provocado por las diligencias judiciales. Wilde habría podido exclamar con Shylock: "Me quitáis la vida, puesto que me quitáis mis medios de vivir". Pero, en este momento, de cada diez ingleses, nueve aplaudían lo que no era realmente sino persecución y negación de la justicia.

Hace unos años The Daily Chronicle demostró que aunque el patrón general de vida es más bajo en Alemania y Francia que en Inglaterra, no obstante la alimentación en las prisiones francesas y especialmente las alemanas es mucho mejor que en las inglesas, y el tratamiento de los prisioneros mucho más humano.

Fui a la cárcel de Reading y presenté mi carta. El director me recibió y dio órdenes para que Oscar fuese llevado a una habitación en la que pudiésemos tener una conversación a solas... Al cabo de un cuarto de hora me encontré en una desnuda habitación, en la que ya esperaba Oscar Wilde, en pie junto a una mesa de madera blanca. El guardián que lo había conducido nos dejó solos. Cambiamos un apretón de manos y nos sentamos frente a frente. Oscar había cambiado mucho, envejecido sobre todo; sus cabellos castaños aparecían vetados de plata, especialmente en torno de la frente y las orejas. Estaba muy delgado, habiendo perdido lo menos quince o veinte kilos. No obstante, en conjunto, parecía en mejor estado que inmediatamente antes de la condena; sus ojos eran claros y brillantes; las facciones no se veían ya empañadas por la grasa; su voz misma era sonora y musical. Sí, en conjunto, había mejorado físicamente, pensé. Pero, no obstante, en reposo, su rostro tomaba una expresión de abatimiento, de nerviosidad, de cansancio.

Poco a poco fui obteniendo sus confidencias.

- Al principio, fue una pesadilla infernal, más tremenda que cuanto yo hubiera podido imaginar. Ello empezó cuando, obligado a desnudarme en presencia de todos, tuve que bañarme en un agua sucia, bautizada con el nombre de baño, y que secarme en seguida con ayuda de un andrajo color marrón, todavía húmedo, para endosar luego este uniforme de infamia. La celda era una espantable letrina, casi sin aire. La alimentación, solo con su aspecto y olor me producía ya náuseas. Durante varios días, no comí nada, ni siquiera un bocado de pan. Todo se me antojaba inmundo. Permanecía tendido sobre lo que aquí llaman una cama, tiritando toda la noche. No me pida usted que hable. Las palabras no pueden traducir el efecto acumulado de mil incomodidades añadidas a los malos tratos y la inanición constante. Ciertamente que, como en el de Dante, puede leerse en mi rostro que he vivido en el infierno. Pero Dante jamás imaginó un infierno parecido a las prisiones inglesas: verse, oírse; su miseria tenía cierta variedad y una especia de fraternidad.

- ¿Cuándo empezó usted a comer?

- No lo se ya, Frank. Al cabo de unos días mi hambre se hizo tan aguda que no tuve más remedio que comer unas cortecitas de pan y beber algún líquido, te, café o caldo, no se a punto fijo. Cuando empecé a alimentarme realmente, me entró una violenta diarrea, que no me abandonó ya de día ni de noche. Desde el principio mismo, me fue imposible dormir. Me sentía cada vez más débil y tenía alucinaciones terribles. No me pida usted que se las describa; sería pedir aun febril que relatase alguna de sus pesadillas. En Wandsworth creí volverme loco. Wandsworth es lo peor que puede imaginarse. Un calabozo en el infierno no podría ofrecer nada más horrible. ¿Por qué la alimentación es allí tan abominable? Hasta olía mal, impropia aun para perros.

- ¿Era la alimentación lo peor de todo?

- El hambre le debilita a uno, Frank; pero la inhumanidad era lo peor de todo. ¿Qué seres diabólicos son los hombres! Yo no sabía nada de ellos, ni tenía la menor idea de que pudieran existir semejantes crueldades. Una vez, me habló un detenido durante el paseo por el patio, cosa que está prohibida. Se hallaba delante de mí, y murmuró entre dientes, de manera que no le viesen, cuánto me compadecía y su esperanza de que pudiera soportar el suplicio hasta el fin. Sin poder contenerme, yo le tendí las manos, exclamando: "¡Gracias, gracias!". La bondad que había en su voz me arrasó los ojos de lágrimas. Como es natural, inmediatamente se me impuso un castigo por haber hablado; y ¡qué castigo!; no me atrevo ni a pensar en él. Usted no sabe lo infinitamente astutos que pueden ser estas gentes en su maldad, Frank; lo infinitamente astutos que son en el castigo... Pero no hablemos más de ello. Es demasiado doloroso,  demasiado horrible que los hombres puedan ser tan brutales.

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- No me hables del otro sexo, -exclamó con voz despectiva y un gesto de asco-. En primer lugar, en cuestión de belleza, no hay comparación posible entre un adolescente y una mujer. Piensa en las enormes caderas grasientas que todo escultor se ve obligado a disminuir y atenuar, y en las ubres monstruosas y colgantes que el artista tiene que representar pequeñas, redondas y firmes, e imagina luego las líneas exquisitas y finas del cuerpo del mancebo. Nadie que ame la belleza podrá vacilar ni un segundo. Los griegos, que tenían el sentido de la belleza plástica, sabían de sobra que no hay comparación posible.

- ¡Ah, Frank, toda esta historia es puro romanticismo! Cada uno de nuestros encuentros es para mí un acontecimiento. No puedes tener una idea de su inteligencia; cada vez es distinto; yo le presto libros, que él lee, y su espíritu se abre, de semana en semana, como una flor. Rápidamente, en pocos meses, se ha convertido en un exquisito compañero, en un verdadero discípulo. No hay mujer que se desarrolle así, Frank. Las mujeres no tienen cerebro, y consagran toda la inteligencia que poseen a mezquinas vanidades y a celos personales. Ninguna camaradería intelectual es posible con ellas. Gustan de hablar de trapos y no de ideas, de la apariencia de las gentes y no de su esencia. ¿Cómo esperar que el sentimiento romántico pueda florecer sin la fraternidad del alma?... Sí, sí; no hagas gestos de que no; estoy seguro de que lograré convencerte; pues toda la razón está de mi parte. Un ejemplo: mi joven amigo recibió, como es claro, la bicicleta; y de ella se sirve para venir a verme y regresar al cuartel. Cuando tú viniste a París, en septiembre, me invitaste a comer un jueves, día en que él debía visitarme. Le anuncié que iba a comer contigo. No se enfadó lo más mínimo; al contrario, se alegró, cuando le dije que tenía amistad con un inglés director de un periódico; y se quedó encantado pensando que yo podría hablar con alguien de Londres sobre mis conocidos de allí. Pues bien, si hubiese sido una mujer, en lugar de un hombre, me habría visto obligado a mentir; y ella se habría mostrado celosa de mi pasado. A él, le pude confesar la verdad, y como le hablé de ti, se interesó y formuló un deseo. Quiso saber si podría ir, dejar su bicicleta fuera y mirar a través de los vidrios del restaurante para contemplarnos comiendo. Le dije que, probablemente habría también, alguna señora. Y me contestó que le encantaría verme en traje de sociedad, hablando con señoras elegantes. "¿Qué, puedo ir?", insistió. Le dije que sí, y vino, pero no le vi. Cuando, más tarde, volvimos a encontrarnos, me contó que te había reconocido por la descripción que yo le había hecho, y a Baüer por su parecido con Dumas padre, y estuvo delicioso hablándome de todo aquello. Y bien, Frank, ¿acaso una querida habría ido a ver cómo te divertías con otras gentes? ¿Habría mirado a través de los cristales, contenta de que te divirtieras en compañía de otras mujeres y otros hombres? Bien sabes que no existe sobre la tierra una mujer capaz de un amor tan poco egoísta. No hay comparación, te lo digo yo, entre la mujer y el adolescente, y te repito, después de una madura reflexión, que ignoras lo que es una gran pasión romántica y la ausencia de egoísmo en el verdadero amor.

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- Lo que tu llamas vicio, no es un vicio; o, por lo menos, fue un vicio que tuvieron conmigo César, Alejandro, Miguel Angel y Shakespeare. Lo iglesia fue la primera en hacer de él un pecado, para que, luego, en época más reciente, los godos -esto es, los alemanes y los ingleses-, que apenas si han hecho nada por depurar o exaltar los ideales de la humanidad, lo convirtieran en crimen. Condenan todos los pecados que a ellos no les tientan: he ahí su moral. ¡Raza brutal, que se atraca y emborracha y condena las concupiscencias de la carne, mientras se revuelca en los más viles pecados del espíritu! Si leyesen el capítulo veintitrés del Evangelio de San Mateo y se lo aplicasen a sí mismos, algo más ganarían que condenando un placer que son incapaces de comprender. ¡Y qué! Bentham mismo se ha negado a insertar en su código penal lo que tu llamas vicio, y tu mismo has admitido que no se le debería castigar como un crimen, ya que no hace caer en tentación. Tal vez sea una enfermedad; pero, en ese caso, es una enfermedad que no ataca sino a los seres más nobles. Es una infamia el castigarlo. 

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