viernes, 8 de diciembre de 2017

Hay que leer o no leer


Los libros pueden ser muy cómodamente divididos en tres clases:

1. Los libros que hay que leer, como las Cartas de Ciceron; Suetonio; las Vidas de los Pintores, de Vasari; la Autobiografía de Benvenuto Cellini; sir John Mandeville, Marco Polo, las Memorias de Saint-Simon, Mommsen y (hasta que tengamos otra mejor) la Historia de Grecia, por Grote.

2. Los libros que hay que releer, como Platón y Keats en la esfera de la poesía, los maestros y no los artesanos en la esfera de la filosofía, los videntes y no los sabios.

3. Los libros que no hay que leer nunca como las Estaciones, de Thomson; todos los Santos Padres, excepto San Agustín; todo John Stuart Mill, excepto el Ensayo sobre la Libertad; todo el teatro de Voltaire, sin excepción alguna; la Inglaterra, de Hume; todos los libros de argumentación y todos aquellos en que se intenta probar algo.

   La tercera clase es, con mucho, la más importante. Decir a las gentes lo que deben leer es generalmente inútil o perjudicial, porque la apreciación de la literatura es cuestión de temperamento y no de enseñanza.

   No existe ningún manual del aprendiz del Parnaso, y nada de lo que se puede aprender por medio de la enseñanza vale la pena de aprenderse.

   Pero decir a las gentes lo que no deben leer es cosa muy distinta, y me atrevo a recomendar este tema a la Comisión del proyecto de ampliación universitaria.

   Realmente, es una de las necesidades que se dejan sentir, sobre todo en este siglo en que vivimos, en un siglo en que se lee tanto, que ya no tiene uno tiempo de admirar, y en que se escribe tanto, que ya no tiene uno tiempo de pensar.

Quien escoja en el caos de nuestros modernos programas los Cien peores libros y publique la lista de ellos, hará un verdadero y eterno favor a las generaciones futuras.


Oscar Wilde - Ensayos y Diálogos

Impresiones de Yanquilandia

La parte más bonita de América es, indudablemente, el Oeste; pero para llegar a él hay que hacer un viaje de seis días, atado a una máquina de vapor, que es una especie de puchero de hojalata. La única pequeña satisfacción  que tuve durante ese viaje fue ver que los pillastres que infestan los coches vendiendo todo lo que se puede comer o lo que no se puede comer, vendían asimismo una edición de mis poemas, vilmente impresa en una especie de papel secante gris y al reducido precio de cincuenta céntimos. Los llamé y les dije que, aun cuando a los poetas les gusta ser populares, quieren también ser retribuidos, y que vender ediciones de mis poemas sin provecho alguno para mí era asestar a la literatura un golpe que podía causar un efecto desastroso entre los aspirantes a poetas. Todos ellos me respondieron invariablemente que sacaban provecho para ellos de la venta y que esto era lo único que los interesaba.

Los españoles y los franceses han dejado tras ellos recuerdos en la belleza de los nombres. Todas las ciudades que tienen nombres bonitos se los deben al español o al francés. Cierto lugar tenía un nombre tan feo, que me negué a hablar allí.

Todo ciudadano, al cumplir los veintiún años, tiene derecho a votar y adquiere, por eso mismo, inmediatamente su educación política. Los americanos son el pueblo mejor educado políticamente del mundo. Vale la pena ir a un país que puede enseñarnos la belleza de la palabra LIBERTAD y el valor de ese concepto.

No existe americano estúpido. Muchos americanos son horribles, vulgares e impertinentes, lo mismo que muchos ingleses; pero la estupidez no es uno de los vicios nacionales. Realmente, en América o hay salida posible para un imbécil. Ellos exigen cerebro hasta a un limpiabotas y lo consiguen.

Hasta la libertad del divorcio en América, por criticable que pueda parecer en ciertos puntos, tiene, por lo menos, el mérito de aportar al matrimonio un elemento novelesco de incertidumbre. Cuando las personas están unidas para toda la vida, consideran demasiado a menudo las buenas maneras como algo superfluo y la cortesía como una cosa inútil; pero si el lazo puede ser roto con facilidad, su misma fragilidad constituye su fuerza y recuerda al marido que debe siempre procurar agradar, y a la esposa que no debe nunca dejar de fascinar.

En conjunto, pues, el hombre americano en su tierra es una persona dignísima. Sólo tiene un aspecto desilusionante. El humour yanqui es una pura invención del turista: no existe en realidad. A decir verdad, lejos de tener humour, el hombre americano es es ser más normalmente serio que existe. Dice que Europa es vieja; pero es él y sólo él quien no ha sido nunca joven.

América no ha perdonado nunca a Europa el haber sido descubierta un poco antes en la Historia que se ha descubierto ella a sí misma. Y, sin embargo, ¡cuán inmensas son sus obligaciones para con nosotros! ¡Qué enorme su deuda! Para tener fama de humoristas, sus hombres tienen que venir a Londres; para hacerse célebres por sus toilettes, sus mujeres tiene que hacer sus compras en París.

Los modelos en Londres

En Nueva York y aun en Boston, un buen modelo es algo tan raro, que la mayoría de los artistas se ven reducidos a pintar Niágaras y millonarios. Pero en Europa es distinto.

Los modelos italianos son los mejores. La gracia natural de sus actitudes, así como el tono maravillosamente pintoresco de su tez, hacen de ellos modelos fáciles, acaso demasiado fáciles para el pintor.

Después viene el joven italiano, que ha pasado la Mancha exclusivamente para ser modelo, o que llega a serlo cuando tiene que componer su instrumento de música. Es con frecuencia encantador, con sus ojazos melancólicos, su cabellera rizosa y su cuerpo esbelto y moreno. Verdad es que come ajo; pero, en fin, en pie sabe adoptar actitudes felinas, y tendido parece un leopardo. Por lo cual se le puede perdonar el ajo. Dice siempre graciosos cumplidos y tiene fama de haber dirigido nobles palabras de aliento, incluso a nuestros grandes artistas.

La primera vez acuden siempre; pero después no vuelven a aparecer por el lugar de la cita. No les gusta permanecer inmóviles y sienten una poderosa, aunque quizá natural, aversión a adoptar actitudes patéticas. Además, tienen la impresión constante de que el artista se burla de ellos. Es un hecho desdichado, pero auténtico, el que la gente pobre no tiene la menor conciencia de su calidad pintoresca. Aquellos a quienes se convence, no sin esfuerzos, para que posen, lo hacen con la idea de que el artista no es más que un filántropo benévolo que ha escogido ese medio raro para repartir limosna a la gente que no la merece.

Un buen circo es un oasis de helenismo en un mundo que lee demasiado para ser sabio y piensa demasiado para ser bello.

El vestido femenino

En lo que se refiere a los tacones altos, admito gustoso que hay que dar cierta altura suplementaria al zapato o a la bota, si han de usarse en la calle faldas largas. La objeción que hago es que sería necesario esta altura al tacón únicamente y no a toda la suela.