jueves, 7 de diciembre de 2017

Oscar Wilde - De profundis y otros escritos de la cárcel


Cartas de marzo de 1895 a marzo de 1897

Cada día alguien que se llama Amor viene a verme, y llora tanto a través de los barrotes de la cárcel que soy yo quien tiene que consolarle a él. 

Poco a poco, la vida se me escapa. Nada sino las visitas diarias de Alfred Douglas me despiertan a la vida, e incluso a él solo le veo en condiciones humillantes y trágicas. 

Mi vida parece habérseme escapado. Me siento atrapado en una red espantosa. No sé a dónde mirar. Me preocupa menos cuando pienso que él está pensando en mi. No pienso en nada más. 

A lord Alfred Douglas
Mi queridísimo muchacho: Quiero asegurarte mi amor inmortal y eterno por ti. Mañana todo se habrá acabado. Si la cárcel y el deshonor son mi destino, piensa que mi amor por ti y la idea, la creencia aun más divina, de que tu me amas a su vez me sostendrán en mi desdicha y me volverán capaz, espero, de soportar mi dolor con más paciencia. 

Todo amor tiene su tragedia, y ahora el nuestro también.
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Al ministro del Interior: La petición del preso arriba nombrado declara humildemente que no desea tratar de paliar en modo alguno las terribles ofensas por las que fue declarado culpable con toda la razón, sino señalar que dichas ofensas son formas de locura sexual y son reconocidas como tales no solo por la ciencia patológica moderna sino por muchas legislaciones modernas, especialmente Francia, Austria e Italia, donde se han derogado las leyes que conciernen a esos delitos.

Durante más de un año, la mente del peticionario lo ha soportado. Ya no puede soportarlo más. Es bastante consciente del acercamiento de una demencia que no estará confinada únicamente a una porción de su naturaleza, sino que se extenderá por todas partes, y su deseo, su ruego es que su condena remita ahora, de modo que sus amigos puedan llevárselo al extranjero y pueda someterse a un tratamiento médico para que la enfermedad sexual que sufre pueda curarse. Sabe demasiado bien que su carrera como dramaturgo y escritor se ha acabado. 

Más encarecidamente aún, de hecho, el peticionario ruega al ministro del Interior que, si lo desea, consulte la opinión de cualquier autoridad médica reconocida sobre cuál sería el resultado inevitable del confinamiento solitario en silencio y aislamiento en alguien que ya sufre una monomanía sexual de carácter terrible. 

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El poder, al igual que el castigo, mata cualquier cosa buena y amable en un hombre.

De todas las modalidades de demencia -y el peticionario es plenamente consciente ahora, tal vez demasiado consciente, de que toda su vida, en los dos años anteriores a su ruina, era presa de una locura absoluta-, la demencia del instinto sexual pervertido es una de las más dominantes en su acción en el cerebro. Corrompe las energías tanto intelectuales como emocionales. Se aferra al alma y al cuerpo como la malaria. Y aunque uno pueda sobrellevar las monótonas privaciones y la implacable disciplina de una cárcel inglesa -resistir con apatía la incesante vergüenza y la degradación diaria, y volverse insensible incluso a esa espantosa monstruosidad de la vida que despoja la tristeza de cualquier dignidad, y arrebata al dolor su poder de purificación-, aun así el aislamiento completo de todo lo humano y lo humanizado le sume a uno más y más profundamente en el atolladero de la locura, y el horrible silencio, al que uno está eternamente condenado, concentra la mente en todo aquello que uno quisiera odiar, y crea esos dementes estados de ánimo de los que uno desea estar libre, los crea y los vuelve permanentes. 

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El rechazo a conmutarme la condena ha sido como el golpe de una espada de plomo. Estoy aturdido con un sordo sentido del dolor. Había alimentado la esperanza, y ahora la angustia, ávida, se alimenta de mí como si la hubiera privado de su propio apetito. No obstante, en el negase aire de la cárcel hay elementos más amables que antes: he recibido muestras de compasión, y ya no me siento completamente aislado de las influencias humanas, cosa que antes era una fuente de terror y desasosiego para mí. Y leo a Dante, y copio pasajes y tomo notas por el simple placer de utilizar una pluma y tinta. Y parece que esté mejor en muchos sentidos. Y voy a empezar a estudiar alemán; de hecho, este parece el lugar adecuado para semejante estudio.

Mi tragedia ha durado demasiado tiempo, los espectadores se cansan. Mi tragedia ha durado demasiado tiempo, su clímax  se ha acabado, su final es malo, y soy bastante consciente del hecho de que cuando llegue el final tendré que regresar como un visitante inoportuno a un mundo que no me quiere, como un revenant, como dicen los franceses, como alguien con la cara gris por el largo encarcelamiento y torcida por el dolor. Por horribles que sean los muertos cuando se levantan de la tumba, los vivos que salen de la tumba aún son más horribles. 

Los hombres no pueden juzgarse por sus amistades. 

Sigo trabajando en la carta. Es la carta más importante de mi vida, ya que en última instancia tratará de mi futura actitud mental hacia la vida, del modo en que deseo reencontrarme con el mundo, del desarrollo de mi carácter; de lo que he perdido, de lo que he aprendido y de lo que espero alcanzar. Al fin veo una meta real hacia la cual mi alma puede ir con sencillez, naturalidad, y con razón. Antes de veros a ti y Robbie, debo acabar la carta, para que podáis entender en qué me he convertido, o más bien en qué deseo convertirme en naturaleza y propósito. Toda mi vida depende de ella. 

De profundis

¿Que eras “muy joven” cuando empezó nuestra amistad? Tu defecto no era que conocieras poco de la vida, sino que conocías demasiado. 

No es lo mismo ser un loco para los dioses que serlo para los hombres.

El verdadero loco, aquel de quien se burlan o al que echan a perder los dioses, es quien no se conoce a sí mismo. 

Todo lo que llega a comprenderse está bien.

Mi vida, cuando estabas a mi lado, fue totalmente estéril y en absoluto creativa. 

Cuando comparo mi amistad contigo con la que profesé a hombres aún más jóvenes, como John Gray y Pierre Louÿs, siento vergüenza. Mi vida verdadera estaba con ellos y con otros parecidos. 

Cuando no estabas, todo iba bien.

Mientras estuviste conmigo echaste a perder mi arte por completo, y me avergüenzo y me culpo de haber permitido que te interpusieras de manera tan persistente entre el arte y yo. 

Tus intereses se reducían a las comidas y tus caprichos. Solo deseabas diversión y placeres más o menos vulgares. 

Me culpo sin reservas por mi debilidad.

Media hora en compañía del arte significó siempre más para mí que un día contigo. 

En el caso de un artista, la debilidad es un crimen cuando paraliza la imaginación. 

Las virtudes del ahorro y la parquedad no son típicos de mi naturaleza ni de mi estirpe. 

De vez en cuando es agradable cubrir la mesa de vino y rosas, pero tú no tenías ni gusto ni templanza. Exigías sin elegancia y tomabas sin agradecimiento. 

La base del carácter es la fuerza de la voluntad y mi voluntad quedó totalmente sometida a la tuya. Parece grotesco, pero no por eso es menos cierto. Esas escenas incesantes que en tu caso parecían una necesidad física y en las que tu cuerpo y tu espíritu se deformaban hasta que resultaba terrible mirarte o escucharte. 

Tras haberte adueñado de mi genio, mi voluntad y mi fortuna, deseabas, en la ceguera de tu inagotable codicia, apoderarte también de toda mi existencia.

La carta que recibí la mañana del día que permití que me llevaras a comisaría con la ridícula pretensión de pedir una orden de detención contra tu padre fue la peor que me escribiste jamás por la razón más vergonzosa. Entre los dos me hicisteis perder la cabeza. Me abandonó la sensatez.

En la vida no hay cosas grandes o pequeñas. Todas tienen el mismo tamaño y el mismo valor. 

Te interesaba más cualquier marca nueva de champan que alguien pudiera recomendarnos. 

La conversación debe tener una base común, y entre dos personas de nivel cultural muy diferente la única base posible se encuentra a niveles muy bajos. Lo trivial en el pensamiento y en la acción resulta encantador. 

Por muy fascinante y terrible que fuese el único tema del que hablabas siempre, al final terminaba resultándome monótono. 

La devoción me parecía, y sigue pareciéndome, algo maravilloso que no debe despreciarse a la ligera. 

El sufrimiento -por extraño que parezca- es nuestro medio de existencia, porque es la única forma que tenemos de saber que existimos, y el recuerdo del sufrimiento pasado nos resulta necesario como prueba y garantía de la persistencia de nuestra identidad. 

Los dioses son extraños. No solo nos fustigan con nuestros vicios. También aprovechan lo que hay de bueno, amable y humano en nosotros para buscar nuestra ruina. De no haber sido por la piedad y el afecto que yo sentía por ti y los tuyos, no lloraría ahora en este terrible lugar. 

Pensaba que la vida iba a ser una comedia brillante, y que tú serías uno de sus muchos personajes encantadores. Resultó ser una tragedia repulsiva y repelente. 

En ti, el odio siempre ha sido más fuerte que el amor. 

El amor se alimenta de la imaginación, nos hace más sabios de lo que nos sabemos, mejores de lo que nos sentimos y más nobles de lo que somos, nos permite ver la vida como un todo y entender a los demás tanto en sus relaciones reales como ideales. . Solo puede nutrirse de lo bello y bien concebido. En cambio, el odio se alimenta de cualquier cosa. 

Los errores más funestos de la vida no los cometemos al actuar de forma poco razonable. Un momento poco razonable puede ser la mejor de nuestra vida. Los cometemos al actuar de manera lógica. 

Ahora hace más de cuatro años que nos conocemos. La mitad de ese tiempo lo hemos pasado juntos, la otra mitad he tenido que pasarla en la cárcel a consecuencia de nuestra amistad. 

El vicio supremo es la superficialidad. Todo lo que llega a comprenderse está bien. 

Todo debe emanar de nuestra propia naturaleza. De nada sirve decirle a alguien algo que no siente y no puede entender. 



Desde el punto de vista intelectual, el odio es la negación eterna. Desde el punto de vista de las emociones, es una forma de atrofia y lo mata todo, menos a sí mismo. Escribir a los periódicos para decir que uno odia a alguien es como escribir para contar que padece una enfermedad venérea. 

Los pecados de la carne no son nada. Son enfermedades que, en todo caso, deben curar los médicos. Solo los pecados del alma son vergonzosos. 

Tú fuiste mi enemigo. Un enemigo como nadie ha tenido jamás. 

El sufrimiento es un instante muy largo. 

Pasan tres meses y muere mi madre. Sabes mejor que nadie cuánto la amaba y reverenciaba. Su muerte fue tan terrible que, aunque fui un maestro del lenguaje, me faltan las palabras para expresar mi sufrimiento y mi vergüenza. 

Las hojas del laurel se marchitan si las arranca una mano envejecida. Solo los jóvenes tienen derecho a coronar a un artista. 

Ese hermoso mundo irreal del arte donde una vez reiné y donde hoy seguiría reinando de no haberme dejado tentar por el mundo imperfecto de las pasiones vulgares e incompletas. 

Los pobres son más sabios, más caritativos, más amables y más sensibles que nosotros. Para ellos la cárcel es una tragedia de la vida, una desgracia, un contratiempo, algo que inspira compasión. Cuando hablan de alguien que está en la cárcel dicen que “se ha metido en un aprieto”. Siempre usan esa frase, que encierra una perfecta comprensión del amor. Entre la gente de nuestro rango las cosas son distintas. Entre nosotros la cárcel convierte a un hombre en un paria. Yo y los que son como yo apenas tenemos derecho al aire y el sol. Nuestra presencia contamina a los demás. Cuando regresamos, no somos bien recibidos. 

Solo quienes llevan una vida intachable pueden perdonar los pecados. 

Por terrible que sea lo que hiciste, más lo fue el daño que me causé a mí mismo. 

Me dejé tentar por la insensatez y la sensualidad. 

Cansado de estar en las alturas bajé adrede a las profundidades en busca de nuevas sensaciones.

Dejaron de importarme las vidas ajenas. 

Lo que uno hace en secreto acaba teniendo que proclamarlo un día desde las azoteas. 

Permití que me dominaras. 

Quienes tienen mucho suelen ser codiciosos. Quienes tienen poco siempre están dispuestos a compartir. 

La religión no me ayuda. La fe que los demás tienen en lo invisible yo la tengo en lo que puedo ver y tocar. Mis dioses habitan en templos construidos con las manos. 

Cualquier cosa, para ser cierta, necesita convertirse en religión. Y el agnosticismo tendría que tener sus rituales igual que la fe. 

Los dos momentos cruciales de mi vida fueron cuando mi padre me envió a estudiar a Oxford y cuando la sociedad me envió a la cárcel. 

La superficialidad es el vicio supremo. Todo lo que llega a comprenderse está bien. 

Por mi parte, exijo que, si llego a comprender lo que he sufrido, la sociedad comprenda el daño que me ha causado, y que ambas partes renunciemos a cualquier odio o amargura. 

La gente tendrá que adoptar alguna actitud conmigo y emitir un juicio sobre mí y sobre ella misma. No hace falta que te diga que no hablo de personas concretas. Solo frecuentaré a artistas y a gente que haya sufrido: a quienes saben lo que es la belleza y a quienes conocen el dolor; nadie más me interesa. 

Soy muy imperfecto. 

Tengo verdaderas ganas de vivir. 

Me queda tanto por hacer que me parecería una tragedia morir antes de haber podido completar siquiera una pequeña parte. 

Detrás de la risa y de la alegría puede haber un temperamento insensible, vulgar y endurecido. En cambio, detrás del dolor siempre hay dolor. El sufrimiento, a diferencia del placer, no lleva máscara. 

Recuerdo haberle dicho a André Gide en un café parisino que, aunque la metafísica no me interesaba demasiado y la moralidad no me interesaba lo más mínimo, no había nada que hubieran dicho Platón o Cristo que no pudiera trasladarse directamente a la esfera del arte para encontrar allí su plenitud más completa. 

Cuando uno entra en contacto con el alma se vuelve sencillo como un niño, como Cristo dijo que debíamos ser. 

Últimamente he estado estudiando con detalle los cuatro poemas en prosa sobre Cristo. En Navidad logré hacerme con un Nuevo Testamento en griego, y cada mañana, después de limpiar la celda y lustrar mi plato y mi vaso, leo un poco los Evangelios, apenas una docena de versículos tomados al azar. Es una manera deliciosa de empezar el día. 

Siempre se pensó que Cristo hablaba en arameo. Incluso Renan lo creyó. Pero ahora sabemos que los campesinos galileos, igual que los campesinos irlandeses de nuestra época, eran bilingües, y que el griego era el idioma corriente en toda Palestina y, de hecho, en todo el mundo oriental. Nunca me había gustado la idea de que solo conociéramos las palabras de Cristo a través de la traducción de una traducción. 

Cada vez que alguien nos demuestre su amor deberíamos darnos cuenta de que no nos lo merecemos. 

“¿Acaso no es más el alma que el alimento? ¿No es el cuerpo más que el vestido?”. Esta última frase podría haberla dicho un griego. Pero solo Cristo podría haber dicho las dos, y así resumió perfectamente la vida para nosotros. 

El judío de Jerusalén en época de Cristo era, en su obtusa inaccesibilidad a las ideas, su tediosa ortodoxia, su adoración del éxito vulgar, su preocupación por el aspecto más grosero y materialista de la vida y su ridícula apreciación de su propia importancia, el paralelo exacto de filisteo británico de nuestros días. 

Considero el pecado y el sufrimiento como si fueran bellos en sí mismos, cosas sagradas y modos de perfección. 

El pecador debe arrepentirse. Pero ¿por qué? Sencillamente porque de otro modo no podría comprender lo que ha hecho. El momento del arrepentimiento es el momento de la iniciación. Más aún. Es el modo en que uno altera su pasado. Los griegos pensaban que era imposible. Cristo demostró que hasta el más vulgar de los pecadores podía hacerlo. Era lo único que podía hacer. 

Quienes eligen llevar una máscara luego tienen que ponérsela. 

La gente cuyo único deseo es realizarse nunca sabe adónde va. Es imposible saberlo. 

Dos de las vidas más perfectas que he conocido son las de Verlain y el príncipe Kropotkin y ambos pasaron años en la cárcel. 

He tenido que pasar en la cárcel un año más, pero la humanidad nos ha acompañado a todos, y ahora cuando salga recordaré la bondad con que me ha tratado aquí casi todo el mundo, y el día en que recupere mi libertad daré gracias a mucha gente y les pediré que me recuerden. 

El sistema de prisiones es totalmente injusto. Daría cualquier cosa por poder cambiarlo cuando salga. Tengo pensando intentarlo. Pero no hay nada tan injusto como que el espíritu de la humanidad -que es el espíritu del amor, el espíritu de Cristo que no está en las Iglesias- no pueda, si no enderezar, al menos ayudar a sobrellevarlo sin demasiada amargura en el corazón. 

Si hiciera una lista de todo lo que me queda un, no sé cuándo acabaría, pues Dios hizo el mundo tanto para mí como para cualquiera. Es posible que salga de aquí con algo que antes no poseía. 

Soy totalmente feliz cuando estoy solo. ¿Cómo no serlo teniendo libertad, libros, flores y la luna? Además, las fiestas ya no son para mi. He dado demasiadas para que sigan interesándome. Esta faceta de la vida se ha terminado, por suerte diría yo. 

Hoy media un abismo entre mi arte y el mundo, pero entre mi arte y yo no hay ninguno. 

Todo lo que ha rodeado mi tragedia ha sido feo, mezquino, repulsivo y sin estilo. Nuestro propio uniforme nos vuelve grotescos. Somos los bufones del dolor, payasos con el corazón destrozado. Estamos especialmente concebidos para mover a risa. El 13 de noviembre de 1895 me trasladaron aquí desde Londres. Desde las dos en punto hasta las dos y media de ese día, tuve que esperar en el andén principal de Clapham Junction, esposado y con el uniforme de preso, a la vista de todos. Me habían sacado de la enfermería sin previo aviso. No cabe imaginar nada más grotesco. Cuando la gente me veía, se reía. Cada vez que llegaba un tren, aumentaba el público. Su diversión no tenía límites. Eso, claro, fue antes de que supusieran que era yo. En cuando les informaron, aún se rieron más. Pasé media hora bajo la lluvia gris de noviembre rodeado de una turba burlona. 

El año siguiente lloré todos los días a la misma hora y por ese mismo espacio de tiempo. No creas que es tan trágico. Para quienes estamos en la cárcel, las lágrimas forman parte de la vida cotidiana. El día en que no lloramos es porque nuestro corazón se ha endurecido, no porque haya sido feliz. 

Hay que ser muy poco imaginativo para interesarse solo por la gente cuando está en un pedestal. 

El único acto deshonroso, imperdonable y despreciable de mi vida fue dejar que me convencieras de que pidiese ayuda y protección a la sociedad contra tu padre. 

¿Has vivido todo este tiempo desafiando mis leyes y ahora apelas a ellas para que te protejan?

El modo en que me apremiase y me obligaste a pedir auxilio a la sociedad es uno de los motivos por los que te desprecio tanto y por los que me desprecio a mi mismo por hacerte caso. 

El peligro formaba parte de la diversión. 

En el arte, las buenas intenciones no sirven para nada. Todo arte malo es producto de las buenas intenciones. 

El primer deber de una madre es no tener miedo de hablar seriamente con su hijo. 

Todos los días yo tenía que pagar hasta la última cosa que hacías. Solo una persona con una naturaleza absurdamente bondadosa o dominado por una estupidez sin límites lo habría hecho. Por desgracia, en mi se daba la combinación de las dos cosas. 

Los sentimentales son sencillamente gente que quiere disfrutar del lujo de las emociones sin tener que pagar por ello. 

El sentimentalismo no es más que el cinismo que se ha tomado un día de vacaciones. 

Las grandes pasiones están reservadas a quienes tienen grandeza en el alma, y los grandes acontecimientos solo los ven quienes están a su misma altura. 


Cartas de abril de 1897 a marzo de 1898

A Robert Ross:

Quiero que seas mi albacea literario en caso de que muera, y que tengas un control absoluto de mis obras de teatro, mis libros y mis papeles. 

Mi esposa no tiene ningún interés en mi arte, ni cabe esperar que lo tenga. 

Creo que lo único que hay que hacer es ser plenamente moderno: que la mecanografíen. (En relación a De Profundis)

Las mujeres son más de fiar, ya que no recuerdan lo importante. 

Quisiera que la copia no se hiciera en papel de seda, sino en un buen papel, como el que se utiliza para las obras de teatro, y que se dejara un amplio margen superior para las correcciones. 

More me haría un gran favor si escribiera a toda la gente que ha empeñado o comprado mi abrigo de piel desde que me encarcelaron, y les preguntara de mi parte si tendrían la amabilidad de decirle dónde lo vendieron o empeñaron, pues estoy ansioso por rastrearlo, y si es posible recuperarlo. Lo llevé durante doce años, estuvo por toda América conmigo, acudió a todos mis estrenos, me conoce a la perfección, y realmente lo quiero. 

Sería una infamia brutal que volvieran a encarcelarme por delitos que en todos los países civilizados son una cuestión de patología y tratamiento médico si se desea curarlos. 

Todos cometemos el error de pensar que la vida es compleja. No lo es. Somos nosotros los complejos, y la gente piensa que los planes inteligentes, astutos y llenos de rodeos son los mejores. Son los peores. La vida es bastante sencilla. La gente compleja desperdicia la mitad de su fuerza tratando de ocultar lo que hace. 

Si me paso mi futura vida leyendo a Baudelaire en un café, puede que lleve una vida más natural que si me pongo a hacer trabajos de jardinería o a plantar cacao en ciénagas. 

Me horrorizaría salir a un mundo en el que no tendré ni un solo libro mío. Me pregunto si alguno de mis amigos me daría unos cuantos libros, por ejemplo Cosmo Lennox, Reggie Turner, Gilbert Burgess, Max y demás. Ya sabes qué clase de libros quiero: Flaubert, Stevenson, Baudelaire, Maeterlinck, Dumas pere, Keats, Marlowe, Chatterton, Coleridge, Anatole France, Cautier, Dante y toda la literatura de Dante; Goethe e ídem, y así sucesivamente. Me parecería un gran cumplido tener libros esperándome, y tal vez algunos amigos quieran ser amables conmigo. A decir verdad, uno es muy agradecido, aunque temo que a veces no lo parezco. Pero a la vez recuerda que he tenido incesantes quebraderos de cabeza además de la vida carcelaria. 

También intenta conseguirme una buena biografía de san Francisco de Asís. 


A Thomas Martin:

Espero escribir sobre la vida carcelaria e intentar cambiarla para otros, pero es demasiado terrible y fea para convertirla en una obra de arte. He sufrido demasiado aquí como para escribir obras de teatro sobre ello. 

Al editor del Daily Chronicle

La crueldad que se ejerce día y noche sobre los niños en las cárceles inglesas resulta increíble, salvo para quienes la han presenciado y son conscientes de la brutalidad del sistema. 

La crueldad común es simple estupidez. Es la falta absoluta de imaginación. En nuestro tiempo es el resultado de los sistemas estereotipados de normas estrictas y estupidez. Dondequiera que haya centralización hay estupidez. Lo inhumano en la vida moderna es la burocracia. La autoridad es tan destructiva para aquellos que la ejercen como para aquellos en quienes se ejerce. La Comisión de Cárceles, y el sistema que lleva a cabo, es la fuente principal de la crueldad que se ejerce sobre un niño en la cárcel. La gente que defiende el sistema tiene intenciones excelentes. Quienes lo llevan a cabo también son humanos en sus intenciones. La responsabilidad se traslada a las normas de disciplina. Se supone que por el hecho de ser una norma algo es correcto. 

El trato actual a los niños es terrible, fundamentalmente por el hecho de que la gente no entiende la peculiar psicología de la naturaleza del niño. Un niño puede comprender un castigo impuesto por un individuo, como un padre o un tutor, y sobrellevarlo con cierta aquiescencia. Lo que no puede comprender es un castigo impuesto por la sociedad. No sabe qué es la sociedad. Con la gente adulta, por supuesto, sucede lo contrario. Aquellos de nosotros que están en la cárcel o bien han estado allí pueden entender, y entienden, qué significa la fuerza colectiva llamada sociedad, y pensemos lo que pensemos de sus métodos o pretensiones, podemos forzarnos a aceptarla. En cambio, el castigo impuesto por un individuo es algo que ningún adulto soporta o se espera que soporte. 

Para un niño pequeño, estar en la cárcel, sea detenido o una vez condenado, no es una sutileza de posición social que pueda comprender. Para él, lo horrible es estar ahí. A ojos de la humanidad, debería ser algo horrible que estuviera ahí. 

El trato inhumano por parte de la sociedad es más terrible para el niño, porque no cabe recurso alguno. Se puede apartar a un padre o a un tutor, y dejar que el niño salga de la oscura y solitaria habitación en la que estaba confinado. Pero no se puede apartar a un celador. La mayoría de celadores tiene mucho aprecio a los niños, pero el sistema le prohíbe prestarles auxilio. Si lo hace, como hizo el celador Martin, los despiden. 

Como clase, los presos son extremadamente amables y compasivos los unos con los otros. El sufrimiento y el sufrimiento en comunidad vuelven amables a las personas, y, día tras día, mientras caminaba con pesar por el patio, solía sentir con placer y consuelo lo que Carlyle llama en algún lugar “el silencioso y rítmico encanto del compañerismo humano”. En eso, al igual que en otras cosas, los filántropos y la gente de esa clase yerran. No son los presos quienes necesitan una reforma, sino las cárceles.

Ningún niño menor de catorce años debería ser encarcelado en absoluto. Es absurdo, y, como tantas cosas absurdas, tiene resultados trágicos. Sin embargo, si hay que encarcelar a niños, durante el día deberían estar en un taller o un aula con un celador. De noche deberían dormir en un dormitorio, con un celador que los cuidara. Deberían permitirles hacer ejercicio durante al menos tres horas al día. Las celdas oscuras, mal ventiladas y malolientes son pésimas para un niño; de hecho, son pésimas para cualquiera. En la cárcel uno siempre respira un aire viciado. La comida de los niños debería consistir en té, pan con mantequilla y sopa. La sopa de la cárcel es muy buena y saludable. Un acuerdo de la Cámara de los Comunes podría resolver el trato a los niños en media hora. Espero que utilice usted su influencia para conseguirlo. El modo en que se trata a los niños ahora es una verdadera ofensa para la humanidad y el sentido común. Es fruto de la estupidez. 

No hay nada peor que las condiciones higiénicas de las cárceles inglesas. Antiguamente cada celda estaba equipada con una especie de letrina. Hoy en día se han suprimido las letrinas. Ya no existen. En su lugar, se suministra a cada preso un pequeño orinal. Tres veces al día, se le permite vaciarlo. Sin embargo, no se le permite acceder al retrete de la cárcel, excepto durante la hora en que hace ejercicio. Y a partir de las cinco de la tarde no se le permite salir de su celda con ninguna excusa ni por ninguna razón. Por consiguiente, un hombre que padezca diarrea se encuentra en una situación tan odiosa que resulta innecesario extenderse en ella, pues sería indecoroso. La miseria y las torturas que experimentan los presos a consecuencia de las repulsivas condiciones higiénicas son absolutamente indescriptibles. Y el hedor del aire de las celdas, acrecentado por un sistema de ventilación del todo ineficaz, es tan nauseabundo y poco saludable que, a menudo a los celadores, cuando por la mañana llegan del aire libre, y abren e inspeccionan cada celda, se les revuelven las tripas. Lo he visto con mis propios ojos más de tres veces, y varios celadores me ha comentado que es una de las cosas más repugnantes que conlleva su oficio. 

En lo que respecta al castigo del insomnio, solo existe en las cárceles chinas e inglesas. En China se inflige colocando al preso en una pequeña jaula de bambú; en Inglaterra, a través de un camastro de tablones de madera. El objetivo del camastro es producir insomnio. No tiene ningún otro objetivo, y siempre lo consigue. E incluso cuando a uno se le concede un colchón duro, como sucede en el transcurso del encarcelamiento, sigue sufriendo insomnio, porque el sueño, como todo lo saludable, es un hábito. Cualquier preso que haya estado en un camastro de tablones de madera padece insomnio. Es un castigo repulsivo e ignorante. 

Habría que animar a los presos a leer, y deberían disponer de los libros que quisieran, y los libros deberían estar bien escogidos. Hoy en día, de la selección de los libros se encarga el capellán de la cárcel.


Ser exhibido como un mono en una jaula ante la gente que uno aprecia y que le aprecia a uno es una degradación innecesaria y horrible.

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